viernes, mayo 10, 2024
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Año 2011 p.C.

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Estamos en el año 2011 p.C., post Christum, después de Cristo. Es ésta una terminología universal. Ciertamente, existen otras cronologías: el Islam tiene la suya, y el Japón, y diversos otros grupos sociales o religiosos. Pero hay una que es universal, que todos aceptamos, por la que la humanidad lleva siglos rigiéndose y por la que se mide hoy el tiempo en la totalidad de los pueblos de la tierra: la cronología cristiana.

Ante Christum y post Christum (a.C., p.C.) son hoy términos universales, en los que se basa el cómputo de los años para la historia toda: Ramsés II reinó en Egipto en tales años a.C., y Luis XIV en Francia en tales años p.C. Y con arreglo a esa cronología midieron el tiempo lo mismo Churchill que Hitler, lo mismo Ghandi que Tagore.

Muy probablemente los cálculos no sean exactos, y Jesús naciera un par de años antes de la fecha que se le señaló. Pero bastante mérito tuvo Dionisio el Exiguo, el monje que en el siglo VI, con los datos y cómputos de aquella época, fue capaz de calcular el Nacimiento con menos de seis años de error. Y, desde entonces, la historia universal quedó partida en dos, y todo ha sucedido “antes de” o “después de” aquel momento, que resulta por ello ser el que mayor transcendencia ha revestido en toda la vida humana a lo largo de las centurias y los milenios.

Estamos celebrándolo, un año más. Hay aquí belenes; allá árboles cargados de regalos; más allá adornan luces vistosas las calles de las ciudades; acullá existen mercadillos navideños de larga tradición; y la gente toca música, y Papa Noel pasea en su trineo y los Reyes Magos aprestan sus camellos… Y un extraterrestre que viniese ahora a visitarnos podría muy bien preguntarse por qué hay fiesta en toda la tierra, cuál es el motivo que nos une a todos en una variopinta pero común celebración. Y sólo hay una respuesta: es Navidad.

En montones de lugares, millones de personas probablemente no saben qué conmemoramos, y ni siquiera que estemos conmemorando algo. Estamos de fiesta, y ésta es universal. Eso basta. Pero no nos basta a nosotros, a los que sí que sabemos lo que se celebra, y más aún a los que estamos encantados por lo que se celebra.

Cuidado, no pretendo que mis lectores, todos, compartan mis convicciones. Habrá unos que sí y otros que no, e igual respeto me merecen todos: llevo toda mi vida trabajando por la libertad religiosa, que es también libertad de no tener religión. Pero hay algo que sí pienso que puedo afirmar: nuestra tradición es cristiana, y lo es, en esta parte del planeta, para creyentes y para no creyentes. No importa no compartir la fe, si nos damos cuenta de que los pueblos cristianos hemos aportado al mundo, entre otros muchos elementos positivos, su universal cronología.

Lo cual no es un elemento meramente casual. Hace 2011 años que se puso en marcha un proceso que acabaría a no largo plazo con la idea de que la religión es un concepto político, uno de los datos identificadores de cada pueblo, de uno en uno. Los pueblos de la Edad Antigua (a.C.) se identificaban y se distinguían de los demás por su cultura, en gran medida de tipo religioso. La religión no era la forma de relacionarse los hombres, sino los pueblos, con la Divinidad. Ser egipcio o judío suponía una identificación a través de un credo y una forma de culto, y nadie se convertía porque nadie cambiaba de nacionalidad (por decirlo en lenguaje de hoy). Y cuando Roma unificó a tantas naciones en un único Imperio, no buscó nunca la unidad de creencias; fue un Imperio abierto y sincretista, todas las religiones se acomodaron en él, y la única verdadera intolerancia, la ejercida contra el naciente cristianismo, se debió mucho más a razones políticas que religiosas.

A partir de entonces, a partir de la enseñanza de Jesús, la fe dejó de ser el patrimonio propio de cada pueblo singular; la salvación se hizo universal. Dios no había creado a los hombres para el bien de muy pocos, los nacidos en este o aquel pueblo. De las manos de Dios todos los hombres proceden y a ellas regresan. Todos. Ese es el mensaje p.C., que ha hecho más por la hermandad de todos los habitantes de la tierra que cualquiera otra palabra y cualquiera otra doctrina.

Y, por encima de nuestras diferencias, que siguen vivas y son respetables -y de las que no somos jueces-, el aniversario del nacimiento de Cristo nos une en una misma fiesta. Por encima de los errores que constantemente cometemos. Por debajo de la piedad de Dios para con sus hijos, tantas veces tan poco deseosos y a la vez tan necesitados del amor del Padre. La gran fiesta común que nos reúne a todos, a tantos cuando menos, en estos maravillosos días.

 

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Alberto de la Hera

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