sábado, mayo 18, 2024
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El culto a los ricos

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Si es verdad que de todas las experiencias de la vida -incluso de las más dolorosas- se puede aprender algo, hay una segunda razón para alegrarse de que la gran estafa de Bernard Madoff haya quedado al descubierto (la primera es que se trata de un evidente caso de justicia poética). Me la ha sugerido un ensayito de Chesterton, a quien debo el título de este artículo. En él desvela, con su perspicacia habitual, y ridiculiza, con su ironía compasiva, la forma en que el periodismo contemporáneo adula a los ricos y los poderosos, por oposición a las loas a la antigua usanza.

Señala Chesterton que «cuando el pobre deseaba agradar al rico le bastaba con decir de él que era el más sabio, valiente, alto fuerte, benévolo y hermoso de la humanidad; y como incluso el rico sabía que eso probablemente no era cierto, no causaba daño a nadie. Cuando los cortesanos cantaban las alabanzas de un rey, le atribuían cosas enteramente improbables, como que se asemejaba al sol a mediodía, que tenían que cubrirse los ojos cuando entraba en la habitación…». Las comparaciones antiguas eran tan artificiosas que, de algún modo, su propia inverosimilitud minaba su efecto, su desmesura ponía en guardia sobre su veracidad y así resultaban menos falsas. Sin embargo, respetaban las convenciones de la época, contentaban al príncipe o aristócrata de turno y permitían al cortesano un decoroso pasar.

En los últimos años, las cosas han ocurrido de forma muy distinta en la corte del dinero, justo en el sentido en que Chesterton observó: «El antiguo adulador daba por sentado que el rey era una persona normal y se esforzaba en convertirlo en extraordinario. El adulador más nuevo y más astuto da por sentado que es extraordinario y que, por tanto, hasta las cosas más normales acerca de él resultan interesantes».

Uno de los vicios más extendidos entre los periodistas es que muchos creen con entera firmeza que un rico es siempre algo más. Y no. Un rico es sólo una persona que tiene mucho dinero. Ni es muy inteligente, ni una bella persona, ni culto, ni guapo, ni especialmente audaz. Pueden concurrir en él algunas de estas virtudes, pero no es necesario, y si lo hacen, ni su riqueza se debe a sus virtudes ni sus virtudes a su riqueza: es pura coincidencia o buenos contactos, como en el caso Madoff. Por eso no se comprende la obsesión de la prensa en que admiremos a esa gente que se emborracha en una mansión de Puerta de Hierro. Se atribuye a sus cogorzas un especial encanto pese a que se producen por el mismo mecanismo que las de los empleados de Carrefour, aunque de estas últimas no solemos enterarnos: lo más extraordinario de los ricos es que cuando hacen patochadas al alcance de cualquier mortal es cuando más atención merecen. El gran engaño de Madoff evidencia el error: o los ricos no eran tan listos como se les suponía, o eran mucho más codiciosos que la media. Y en cualquiera de los dos casos se puede concluir que el culto a los ricos divulgado por los medios ha formado parte de la estafa.

Irene Lozano

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