viernes, mayo 17, 2024
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Los miedos que da la tele

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Ordenar el sector audiovisual es una asignatura pendiente que parece más dominada por el miedo a hacer algo que guiada por la necesidad de poner al día una anticuada legislación. Sustituir el conjunto de normas dispersas y en buena medida contradictorias que todavía lo rige ha sido propósito incumplido de varios gobiernos. El último del presidente Aznar estuvo a punto de enviar a las Cortes un texto articulado, incluso medianamente consensuado con el PSOE, pero lo bloqueó el entonces vicepresidente, Mariano Rajoy. Tampoco los sucesivos gobiernos de Rodríguez Zapatero han dado el paso de tramitar un anteproyecto varias veces completado desde el 2005.

El desarrollo normativo de un sector tan apreciado por los políticos de todo signo se ha producido de forma espasmódica, desordenada, a menudo contradictoria y casi siempre a golpe de improvisación. Pero tampoco ha estado exento de mayor o menor asimilación de presiones ejercidas por grupos tenidos por afines, en defensa de su no siempre acertado interés. Da la sensación de que las cosas podrían seguir por ahí.

La cuestión de actualidad está centrada en el desarrollo de la televisión digital terrestre (TDT). Por una parte, el llamado apagón analógico está cada vez más próximo: abril del 2010. Por otra, se ha planteado una disputa sectorial, con visos de haber llegado al seno del Gobierno, entre partidarios y opuestos a que se autorice la fórmula de pago como opción para los canales ya concedidos. Sólo que, aunque esté así planteado, el asunto no es tanto si introducir la TDT de pago favorece a unos o perjudica a alguien: lo que está o debería estar sobre la mesa es la viabilidad o inviabilidad de un determinado modelo de televisión.

La implantación de la TDT en España ha dejado, hasta el momento, bastante que desear. El número de canales accesibles se ha multiplicado de forma notable, pero la oferta de programación no sólo no se ha enriquecido, sino que en no pocos casos ha ido a peor. La aportación de muchos nuevos está trufada de reposiciones, concursos vía telefónica, teletienda, porno y tarot. Brillan por su ausencia, entre otras cosas, prestaciones anunciadas como la interactividad y los servicios que la hace técnicamente posible.

Las emisoras sostienen que la falta de audiencia hace imposible rentabilizar otras opciones, a lo que se podría oponer la lógica de que semejante oferta difícilmente captará la atención del espectador. Un aparente círculo vicioso que ha quebrado la fuerte caída que se está produciendo en el mercado publicitario.

El diseño de implantación de la TDT introdujo la prohibición de incluir canales de pago. Pasó por alto algo tan elemental como la dificultad, hoy práctica imposibilidad, de que la publicidad pueda financiar por sí sola las cuatro decenas de canales que, por ejemplo, están ahora mismo visibles en las áreas metropolitanas de Madrid o Barcelona.

Más allá de lo puntual, la cuestión de fondo estriba en que se ha alumbrado una normativa específica para cada modalidad de difusión: terrenal analógica, satélite, cable, digital terrestre (TDT), banda ancha…, sin perfilar nada parecido a una previsión de escenario futuro en el plano audiovisual.

Aunque la legislación y más de uno en el sector no parecen dispuestos a enterarse, la televisión del futuro tendrá poco que ver con la actual. Llegará por distintas plataformas y de forma transparente, será personalizada, consumida individualmente, a la carta y con un elevado componente de interactividad. Los contenidos serán determinantes, unos financiados mediante inserciones publicitarias, otros costeados por cuotas o pago por visión directamente a cargo del consumidor.

Lo deseable sería que el Gobierno, el actual y los futuros, apartaran lo más posible sus manos del sector, más allá de perfilar un marco normativo actualizado y con visión de futuro, así como resolver el oneroso entramado de cadenas públicas -estatal, autonómico y municipal- en clara ventaja financiera sobre el resto -privado- del sector. Quizá fuera el mejor modo de perderle el miedo… e incluso algo más.

Enrique Badía

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