sábado, mayo 18, 2024
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«Antonio J. Fournier, Embajador de España: Misión cumplida»

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Descendiente de François Fournier, que en 1782 introduce en España la tradición francesa de impresión y naipes que consolida su nieto Heraclio, Antonio José Fournier Bermejo siguió el ejemplo materno de sus tíos José María y Justo e ingresa en la carrera diplomática en 1957. Fournier es un símbolo de la gran generación de diplomáticos españoles de la segunda mitad del siglo XX, a los que debemos la inserción de España en Naciones Unidas, en la Europa de la OTAN y de la Unión Europea. De hecho, Antonio J. Fournier estuvo entre los primeros diplomáticos seleccionados para la Misión de España ante las Naciones Unidas en Nueva York, y posteriormente para la Misión de España ante las Comunidades Europeas en Bruselas, de la que fue Jefe Adjunto. 

Fournier es uno de los de la llamada «vieja Carrera», que permitió la transición de la política exterior española junto a otros nombres de gran trayectoria diplomática como Raimundo Bassols, José Joaquin Puig de la Bellacasa, Antonio de Oyarzábal, Juan Durán-Loriga, Miguel de Aldasoro, etc. Pero hoy, en vísperas de un probable  cambio de partido en el Gobierno, hay que resaltar el ejemplo de Antonio J. Fournier como diplomático «de la Carrera», es decir, independiente, con sentido de Estado y capacidad para servir a un Gobierno de uno u otro signo político. Fournier trabajó directamente con los míticos Jaime de Piniés y José Félix de Lequerica en Nueva York, Alberto Ullastres en Bruselas, Pedro Cortina en Paris, y Leopoldo Calvo Sotelo en Madrid, para ser después embajador de España en Túnez, Canadá y los Países Bajos con los Gobiernos del PSOE de Felipe González.

Aparte de ser uno de los pioneros de los inicios de España en la ONU y en las Comunidades Europeas, Fournier tuvo un papel destacado en nuestro ingreso en la OTAN cuando fue Director General del Departamento de Estudios (lo que después se ha llamado Departamento de Internacional y Seguridad) de la Presidencia del Gobierno en la época de Leopoldo Calvo Sotelo. Posteriormente, Felipe González y Alfonso Guerra pudieron contar con él para apaciguar la reacción árabe después del reconocimiento del Estado de Israel por Espana. Era Embajador en Túnez, cuando allí tenían su sede la Liga Arabe y la OLP de Yasser Arafat. Entonces escribió su primera novela, «La marea islámica» (1989), anunciando las convulsiones árabes y asiáticas posteriores, así como el acercamiento de los americanos a los palestinos, inconcebible en esa época. En su etapa de Embajador en Canadá fueron muy solicitadas sus reflexiones sobre el consenso territorial de los Acuerdos del Lago Meech, que incluían a Quebec como «sociedad distinta» dentro del marco constitucional común. También se recordará su papel para recuperar la memoria de la expedición Malaspina y la presencia española en la costa oeste de Canadá, corrigiendo los libros de historia canadienses, lo que la Armada le reconoció con la Gran Cruz del Mérito Naval. Se jubiló como Embajador en los Países Bajos, donde fue el contacto bilateral con la presidencia neerlandesa que llevó al histórico Tratado de Maastricht sobre la Unión Europea.

Antonio Fournier aparece citado con generosidad en «Memoria Viva de la Transición», del ex Presidente del Gobierno Leopoldo Calvo Sotelo. También lo destacan, entre otros, Raimundo Bassols en «España en Europa», y más recientemente Carlos Robles Piquer en «Memoria de cuatro Españas». En el anecdotario quedarán las raras referencias elogiosas de la famosa cronista social del Nueva York de los 60, Elsa Maxwell, temida por colegas y famosos, pero siempre positiva con Antonio Fournier, «my young Spanish friend». 

Sin embargo, Antonio Fournier se enorgullecía sobre todo de una cosa: de pertenecer a la carrera diplomática española, en el sentido de que «lo mejor de la Carrera son los compañeros», como él explicaba. Recordemos el ejemplo de Fournier en esta crisis de valores y vocaciones. Tan solo cabe añadir que en sus dos años de enfermedad por melanoma se nutrió del misterio y sentido de la vida, leyendo entre otros «La alegría de vivir» de Orison Swett Marden, y a William Hazlitt, de quien repetía: «El único retiro verdadero es del corazón, el único descanso verdadero es el reposo de las pasiones. A tales personas poca diferencia les hace ser jóvenes o viejas; y mueren como han vivido, con una resignación elegante». Así murió Antonio Fournier, con una resignación elegante.

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