domingo, mayo 19, 2024
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Sexo en la sangre

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Cuando entramos en su apartamento un suave olor a canela lo inundaba todo. Era un pisito pequeño pero muy coqueto. Decorado con mucho gusto. Ella me pidió que me acomodase en un sillón que había en el salón mientras iba un momento al baño. Asentí. Estaba moderadamente excitado. Era la primera vez que estaba a punto de tener sexo con una mujer negra y la situación me producía mucho morbo. Me habían dicho tantas veces que las mujeres negras eran grandiosas en la cama que me dispuse a esperar mi oportunidad. Además, aquel olor a canela lo favorecía. Jenny era una colombiana amiga de una de mis hermanas y yo llevaba detrás de ella varios meses.

Al poco de sentarme, oí caer el agua de una ducha. Aquello me excitó más y me entraron unas ganas locas de ver cómo se duchaba. Me levanté y me acerqué al cuarto de baño. La puerta estaba abierta y allí, tras una mampara transparente, estaba ella. Con su esbelto cuerpo negro bajo la ducha. Era muy hermosa. Pechos caídos hacia arriba, cintura estrecha y culito respingón, de esos que provocan la curva del deseo que forma la terminación de la espalda y el trasero. Las gotas de agua resbalando sobre su negro cuerpo era una visión tan erótica que empezó a producirme una erección.

Ella cerró la ducha y alargó una mano para coger una toalla. Yo bajé una de las mías para abrir la bragueta de mi pantalón y dejar sin presión mi pene ya erecto. En ese momento, ella se volvió y sonrío. Yo con mi verga en la mano no sabía muy bien qué hacer. Es más, no lo supe en toda la hora y media que duró la sesión de sexo porque, a partir de aquel momento, ella lo hizo todo.

Primero, se acercó a mí y, cogiendo mi pene con una mano, con la otra me abrazó mientras su lengua buscaba la mía. Era una lengua dura, casi erecta, que me percutió en la boca para después enrollarse en la mía como si fuese una pequeña y resbaladiza serpiente.

Después, como si fuese bailando conmigo, sin separase lo más mínimo, sin soltarme, me llevó hasta su habitación y me empujó sobre la cama en la que estaba la ropa que se había quitado unos minutos antes. Sin que yo hiciera nada, empezó a desvestirme al tiempo que cogió su braguita usada y la puso sobre mi cara. Extrañamente, no olía como huelen las bragas usadas sino que olía a canela. Como la casa. Como la habitación. Como todo. Era un olor embriagador.

Me desvistió sin prisas, besando cada pliegue de mi piel que quedaba desnudo. No introdujo mi pene en su boca sino que lo mordisqueó. Primero con los labios. Después con los dientes. Pequeños bocados que no producían ni dolor ni caricias sino todo lo contario. Era algo tan placentero que, en un momento, pensé que mi ariete iba a explotar de tanta dureza. Después me lamió el vientre. No me lo habían hecho nunca. Tampoco pensé que una mujer pudiera producir tanta saliva. Más tarde se entretuvo en mis pequeños pezones. Hizo como en el pene.

Lamer y morder. Aunque esta vez los mordiscos eran más dolorosos. O, al menos, eso me pareció. Lo cierto es que me volvieron loco por penetrarla. Pero ella no me dejaba. Y no sólo no me dejaba, en ningún momento se ponía a tiro. Escondía su sexo. Yo a lo más que llevaba era a tocarlo con la punta de los dedos. Estaba ya húmeda pero le daba igual, quería seguir con su juego activo. Y otra vez volvió a mi boca. Y otra vez enlazó mi lengua.

Después me dio la vuelta. Y me montó. Y sentí la humedad de su sexo al rozarlo sobre mi cintura mientras me clavaba las uñas en la espalda. Yo estaba tan encendido que quise levantarme para dejar de ser pasivo pero sólo conseguí ponerme de rodillas y con las manos apoyadas en la cama. Como si fuese un perro. Entonces ella se bajó y me pidió que siguiese en aquella posición. Se fue detrás de mí y se puso a lamerme los testículos mientras masajeaba mi pene lentamente. Después subió por esa zona que hay entre los testículos y el ano y su maravillosa lengua percutió sobre él. Beso negro de una negra. Fue el final. Por primera vez en mi vida llegué al orgasmo sin que se me estimulase directamente el glande. Me dejé caer sobre la cama. Cerré los ojos. Quería recrearme en aquella sensación tan placentera. Pero iba a ser imposible, aquella mujer tenía el sexo en la sangre y para ella no había hecho más que empezar la fiesta.

Y comenzó de nuevo a tocarme. Yo la dejé. Era imposible que volviese a tener una erección en un largo rato. Pero eso era lo que yo pensaba. Me equivoqué. No sé qué hizo ni recuerdo las artes que usó pero me equivoqué.

Al parecer, aún tenía que penetrarla porque ella nunca daba nada por terminado sin que se lo hicieran.

Con el tiempo, cada vez que huelo a canela me acuerdo de ella.

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