sábado, mayo 18, 2024
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Túnez, Egipto…. el mañana les pertenece

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La portada del diario que me ofrecieron en aquella terraza de la isla de Djerba, narraba la audaz maniobra del gobierno húngaro que había resuelto cortar las alambradas de su frontera con la Austria, lo cual permitía en la práctica, por primera vez, el tránsito de ciudadanos de la agonizante RDA a su hermana libre del oeste, a través de Hungría. Como un homenaje al mártir de 1956, el golpe de timón hacia la libertad tenía de nuevo un mismo nombre propio: Imre (Pozsgay). Mientras apuraba mi vaso de té, tras la interesantísima visita a la sinagoga local, comprendía que eso que después se daría en llamar la Revolución de Terciopelo había dado comienzo. Ese es el momento histórico que guarda mi memoria como el inicio de la vuelta a la libertad en la mitad del  continente europeo a la que Churchill hizo amarga referencia en su discurso de Fulton (Missouri) el 5 de marzo de 1946. Sin duda para mí, por encima del comúnmente aceptado del derribo del muro de Berlín. Envuelto en la cálida y brillante luz azul del Mediterráneo no podía imaginar que, más de una década después, la sinagoga que acababa de visitar volaría por los aires a manos del fundamentalismo islamista, causando el terror y la muerte. Tampoco abrigaba la menor sospecha de que aquel presidente llamado Ben Alí, cuya franca sonrisa tras el espeso bigote (entonces me era imposible reparar en su parecido fisionómico con Saddam Hussein) me contemplaba desde cualquier rincón -de Tozeur a Sfax, de Kairouan a Sousse, de Monastir a Cartago- y representaba, a la sazón, el rostro amable de ese nuevo Túnez de los ochenta que aspiraba a enterrar la memoria de Bourguiba, acabaría en el oprobioso exilio de los dictadores que han expoliado su pueblo hasta la extenuación.

Casi un cuarto de siglo después, cuando contemplo los sucesos que comenzaron en las antiguas tierras cartaginesas y que se han contagiado después a los que fueran dominios de los faraones, debo confesar que me producen mayor estupor algunos de los comentarios que leo en sesudos análisis geoestratégicos, que la mera contemplación de las imágenes de esta revolución televisada e incluso el conocimiento de que las víctimas de los movimientos populares se cuentan por centenares. Parece imponerse la percepción cautelosa de que la marea revolucionaria, en tanto posible plataforma para la expansión del fundamentalismo islámico, debe ser cuando menos contenida o encauzada y que el binomio (siempre falaz) entre libertad y seguridad debe resolverse en términos de desequilibrio transfronterizo, sacrificando la libertad de esos países árabes en ebullición en el altar de nuestra seguridad en occidente. Nada más lejos de  mi intención que pecar de frívolo o de ingenuo. Comprendo y comparto la preocupación por la seguridad y simpatizo de forma plena y sincera con la prevención que en Israel (única democracia de la zona) se puede experimentar al ver potencialmente desguarnecido un flanco tradicionalmente seguro y bastante impermeable (al menos desde Camp David), que se puede convertir en una zona de aprovisionamiento para la franja de Gaza controlada por Hamas. También a mí se me eriza el vello cuando veo a los Hermanos Musulmanes en el centro de la protesta egipcia o cuando escucho el discurso del líder fundamentalista tunecino que ha regresado de su exilio.

Pero en todo caso mantengo que nuestro combate frente a la amenaza islamista persiste y persistirá, por lo cual debemos estar en permanente alerta. Eso no significa que debamos privar a otros pueblos de alcanzar la libertad que todos anhelamos, pensando que de la misma puede derivar la amenaza. Los islamistas son una lacra para los propios países árabes, especialmente los más desarrollados socialmente, como lo son para nosotros. Por ello no podemos refugiarnos en el malvado silogismo de que la premisa menor de la libertad, aplicada sobre la mayor de una nación del norte de África, debe llevar a la conclusión del islamismo. Desde luego el riesgo existe, al igual que entre las dos guerras mundiales los sistemas democráticos en gran parte de Europa engendraban el peligro de caer en una de las dos caras abominables del socialismo: el nazismo o el comunismo. Pero más infame aún es pretender que un país o un pueblo no están preparados para la libertad y que, en beneficio de los derechos de otros, deben quedar perpetuamente sometidos a la tiranía. Los hijos de puta que los dirigen con mano de hierro no son nuestros hijos de puta, así que nuestros pretendidos aciertos no les pueden privar de la posibilidad de cometer sus propios errores. Defendamos nuestra libertad con nuestros medios, no a costa del sueño de alcanzarla que anima los anhelos de otros.

La película Cabaret, de Bob Fosse, condensa en tres o cuatro minutos de enorme plasticidad y fuerza dramática, los turbulentos acontecimientos en los que se fraguó la mayor contienda jamás conocida entre la libertad y la tiranía. Un joven ario con el uniforme de las juventudes hitlerianas entona un bellísimo canto en la terraza de un merendero, al cual se van sumando con enorme entusiasmo otros tantos chicos y chicas, y con aire más forzado unos cuantos hombres y mujeres de mayor edad. A la vista de tal episodio, el protagonista norteamericano pregunta al noble alemán si no teme el auge del movimiento nacionalsocialista, a lo que éste contesta que los nazis son necesarios para librar el combate contra los comunistas, tras lo cual será fácil deshacerse de ellos. Desconozco si la alianza táctica de algunos opositores moderados, en  ciertos países árabes con las fuerzas del extremismo islamista, a fin de derrocar a los dictadores, permitirá a los primeros imponerse después a los segundos. Nosotros debemos estar preparados para cualquier eventualidad. Porque lo que cantaban los jóvenes nazis en Cabaret era Tomorrow belongs to me y es evidente que, en Túnez y en Egipto, el mañana pertenece a sus ciudadanos. Para bien o para mal.

Juan Carlos Olarra

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