viernes, abril 26, 2024
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La generación perdida

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Se conocieron en plena adolescencia, cuando apenas tenían dieciséis años. Él era un joven guapo y ella una mocita preciosa de piel blanca y cintura de avispa. Salían a escondidas por el barrio, dándose la mano a hurtadillas para que sus padres no les viesen, aunque estos andaban avisado de que algo les pasaba a los chicos que se encontraban como en una nube.

Cuando él fue llamado al servicio militar, escribió incontables cartas de amor a su querida novia, prometiéndola que se casarían cuando volviese de Ceuta. Y lo que dijo, lo hizo, que ya era un hombre y su palabra iba a misa.

Y la noche de bodas fue un descubrimiento del roce de la piel con la piel, de los besos escondidos en el alma y la felicidad embriagadora del amor.

Alquilaron un pequeño piso y el comenzó a trabajar en el taller mecánico de un amigo, que en la mili había aprendido todo sobre coches. Y poco a poco fueron viviendo mejor y así llegó el primer hijo y después el segundo. Y cuando el tercero estaba en el vientre de ella, se liaron la manta a la cabeza y compraron su propio taller. Él trabajó de sol a sol, festivos incluidos, mientras su esposa cuidaba con esmero de la educación de la progenie y así pudieron hacerse con un piso en un barrio que recién estaban construyendo coincidiendo con la época del desarrollismo. Firmaron un montón de letras ante un notario con gafas y cara de serio, Luego  acondicionaron su hogar para pasar el resto de sus días juntos.

Para entonces, la joven hermosa de cintura de avispa ya no tenía piernas de mármol y las estrías recorrían su vientre producto de la maternidad. Él estaba medio calvo y lucía una pequeña barriga.

Pero siempre se amaron, a pesar de que a ella no le gustaba tener que irse sola al pueblo de vacaciones con los niños, porque él se quedaba trabajando-aprovechaba para tomar alguna copilla de noche con sus amigos, todo hay que decirlo-, pero se consolaba pensando que la vida la había bendecido con un marido bueno y trabajador y unos hijos que sacaban buena nota en el colegio. Seguro que alguno seria arquitecto o abogado.

Un día se murió Franco y las cosas cambiaron. El país se modernizó, pero a cambio él tuvo que pagar muchos impuestos y trabajar todavía más, pues no pudo mantener los trabajadores de siempre y se quedó con un par de ayudantes tan solo.

Un día se murió Franco y las cosas cambiaron. El país se modernizó, pero a cambio él tuvo que pagar muchos impuestos y trabajar todavía más

Un año, casi sin darse cuenta, los hijos se marcharon y la casa se quedó vacía. Ella cogió una depresión porque la soledad atenazaba su alma como una enorme condena.  Además, cuando se miraba al espejo se percataba de que era una anciana, que la vida había pasado demasiado pronto, como el viento sobre la rama de los árboles. Fue entonces cuando el decidió vender el taller y jubilarse para estar con su mujer. Total, el negocio no merecía la pena y con lo que sacasen de la venta y la pensión, tenían suficiente para los dos.

Y pasaban los domingos en casa, mientras el veía los partidos de fútbol por la tele y ella arreglaba la habitación de invitados por si sus hijos venían con los nietos y alguno de ellos se quedaba a dormir con los abuelos.

Pero el cáncer posó sus negras garras sobre ella y en un santiamén se fue al cielo una tarde de primavera. Ni siquiera lloró o se lamentó ante de morir, tan solo dijo a su marido: “sigue cuidando de los niños, nunca les abandones”

Y esta vez fue el, el que se quedó solo.

Y maldijo a Dios por permitir que su mujer se le hubiese adelantado en la muerte y a los médicos, que siempre le mandaban los medicamentos necesarios para que la hipertensión no acabase en trombosis. Porque deseaba morir pero no le dejaban. Por la televisión le mandaban mensajes sobre lo bien que se vive en la tercera edad, que se fuera de vacaciones a Benidorm y todas esas pamplinas. Pero para un hombre que lo único que había hecho en su vida era trabajar y amar a aquella adolescente con sonrisa de hada, seguir viviendo no tenía sentido.

Lo encontraron muerto una fría mañana de invierno junto a la tumba de su amada esposa en el cementerio de Carabanchel. Se había cortado las venas con un cuchillo. A su lado una nota garabateada en un papel. “Ya estoy contigo”.

Aquella fue la generación de nuestros padres. La que levantó este país a fuerza de duro trabajo y esfuerzo máximo. La menos egoísta de la historia.

Apenas sabían leer y escribir, pero eran conscientes de lo que había que hacer.

Gracias por vuestro amor y sacrificio.

José Romero

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