viernes, abril 26, 2024
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Los disidentes de Río de Oro

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En la edad temprana, los libros son como las amistades. Algunos son buenos, -los menos-, otros regulares y la mayoría simplemente lamentables. Más adelante los libros además dejan de ser entrañables. No son entonces sino meros conocidos a los que uno saluda por educación, o como mucho por simpatía, al verlos muy por encima en los estantes de la biblioteca, como quien se cruza en el portal con ese vecino que uno no sabe muy bien si es el del cuarto piso.

Cuando uno es joven muchas lecturas conllevan, qué duda cabe, pésimas influencias. Uno no se refiere, -faltaría más-, a estas breves y humildísimas columnas, sino a esos libros que marcan indeleblemente al lector con la crudeza del hierro al rojo vivo. Esas lecturas dejan una profunda cicatriz hasta el final de los días. Todo esto no sería excesivamente grave si el joven se dedicara a leer La cabaña del tío Tom, Los tres mosqueteros o las novelas de Julio Verne. Sin embargo, cualquier cosa puede ocurrir cuando además de ser francés lo que devora sin descanso, con avidez propia del náufrago hambriento, son las páginas de André Gide, Antoine de Saint-Exépury y Paul Claudel.

Tal fue el caso del infortunado Michel Vieuchange a quien se le llenó la cabeza con tan rotundas lecturas apenas entrado en la pubertad. Para colmo, luego se lanzó a sufrir las peligrosas aventuras del cinematógrafo mudo como si fueran la vida misma. Tanto es así, que actuó en esa extraordinaria película que fue el Napoleón de Abel Gance para, en cuanto terminó el rodaje, precipitarse a ese abismo sin fin que es la búsqueda de aventuras.

A los veinticinco años inició Michel Vieuchange su particular y definitivo periplo. En 1930 emprende un viaje que hasta entonces ningún europeo se había atrevido siquiera a plantearse. Se trataba de llegar, atravesando los calcinados desiertos que tan sólo algunos nómadas del sur de Marruecos y del Río de Oro conocían, hasta la mítica ciudad de Smara, de la que no se sabía siquiera si realmente existía.

El intrépido aventurero no hablaba ni árabe ni bereber. Se le ocurre entonces que para no despertar sospechas lo mejor sería disfrazarse de pudorosa mujer que, siempre con el rostro cubierto y los ojos bajos, para reunirse con sus familiares acompañaría una de las escasísimas caravanas que se adentraban en el desierto. Para no delatarse, no duda siquiera en arrancarse una muela de oro que llevaba implantada. Un cómplice bereber explica a los camelleros quién es esa discreta mujer. Les paga lo convenido y se la entrega a su cuidado. Al cabo del tiempo la caravana llega a Smara. Luego, la disentería se ceba con el joven francés. Todavía conseguirá llegar muy enfermo hasta Agadir, donde su vida se apaga del todo.   

Las impresiones de tan extraordinario viaje se detallan en unos cuadernos que fue llenando a escondidas. Su hermano publicará esas notas en 1932, junto con el plano dibujado por el propio Michel, en un volumen prologado por Paul Claudel. El libro, que tal vez pronto aparezca traducido al castellano, se titula “Smara: chez les dissidents du sud marrocain et du Rio de Oro”, cuya lectura uno cree que es de aquellas que dejan profunda y no del todo nefasta huella.

Ignacio Vázquez Moliní

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