miércoles, mayo 8, 2024
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La colección Crisol

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Hace muchos años que la insigne editorial madrileña de don Mariano Aguilar no está en la calle de Juan Bravo. Durante algún tiempo, no demasiado, hubo luego en esos mismos locales una enorme librería, de esas en las que los dependientes llevan camisetas de colorines y no saben nada de libros. Suelen ser muy jóvenes, tal vez estudiantes de cualquier cosa que poco tiene que ver con la literatura. En el mejor de los casos, cuando un cliente busca su ayuda, teclean en un ordenador los títulos indicados, ya que los nombres de los autores les resultan complicados.

Uno añora aquellos libros publicados por Mariano Aguilar. Eran volúmenes serios, casi definitivos, sin concesiones a la improvisación ni, mucho menos, a la aventura literaria. La colección Crisol no se prestaba a experimentos. Algunos libros se imprimían en Madrid, otros en Valencia.

 

Las introducciones nunca breves, los sesudos estudios preliminares y las notas a pie de página corrían a cargo de grandes eruditos

Estaban encuadernados en una piel oscura en la que destacaban todavía más las letras doradas de los lomos. A veces aparecía también el retrato repujado del autor junto con su firma. El papel biblia, casi transparente, impreso a dos columnas, lo mismo tenía partidarios incondicionales que detractores a ultranza. De la misma manera, la tipología empleada, tan característica de los años cincuenta del siglo pasado, tan pronto horrorizaba al lector maduro, incapaz de leer varias páginas seguidas, como enamoraba a los más jóvenes que pensaban, con esa inocencia de la edad temprana, que nunca necesitarían gafas. Cada volumen llevaba, como debe ser, la cinta de seda que permite marcar la pausa en la lectura. La seda, roja en un principio, perdía pronto sus tonos agresivos para transformarse en un suave morado, mucho más acorde con el sosiego que la lectura requiere.

Las introducciones nunca breves, los sesudos estudios preliminares y las notas a pie de página corrían a cargo de grandes eruditos. De la misma manera, las traducciones, aunque no siempre directas, se encargaban a los mejores especialistas. El catálogo de autores, qué duda cabe, no se prestaba a demasiadas sorpresas. A don Mariano no le gustaba arriesgar, máxime cuando tan difícil era encontrar las obras completas de  tantos autores imprescindibles.

La colección Crisol se centraba, en primer lugar, en los clásicos castellanos, el Teatro del Siglo de Oro y las novelas picarescas. Luego, en otros autores consagrados en la España de aquel entonces, Blasco Ibáñez o Pérez Galdós. Por último, en los escritores extranjeros ineludibles, como los grandes novelistas rusos, por supuesto, o los mejores franceses, británicos y norteamericanos. Los poetas también tenían reservado un lugar destacado.

Cierto es que aquellos tomos de Crisol, muchas veces, quedaban relegados a la condición de mero objeto decorativo. Se intentaba dar al pequeño despacho o a la salita de estar un aire algo más intelectual. Otras veces, el libro servía de tapadera para actividades más inusuales. El voluminoso tomo de Balzac, convenientemente ahuecado, albergaba entonces con el necesario disimulo aquella pequeña pistola que serviría para vaya usted a saber qué inconfesables fines.

Con Crisolín se permitieron mayores extravagancias, eligiendo autores y temas que acercaran el placer de la lectura, al menos una vez al año

Don Mariano Aguilar también publicó otra colección mítica, Crisolín, de similares características, pero esta vez en tomos de muy pequeño formato. Aquí sí se permitieron mayores extravagancias, eligiendo autores y temas que acercaran el placer de la lectura, al menos una vez al año, ya que la costumbre era regalarlos por Navidad, a todos aquellos que nunca leían. No está uno muy seguro de si aquellos esfuerzos sirvieron para algo. Seamos, sin embargo, optimistas y pensemos que hubo alguna vez alguien que leyó, ya que no los tomos de Crisol, sí al menos cualquiera de esos encantadores crisolines.

Ignacio Vázquez Moliní

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