domingo, mayo 19, 2024
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La calle del miedo

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Se reviven, más de veinte años después, los crímenes más espantosos. Con la salida de prisión de sus autores, o de lo que queda de ellos, la televisión muestra que en ese tiempo ha cambiado el enfoque y el tratamiento informativo de aquellos sucesos: ahora es peor, más escandaloso y amarillo si cabe. Y no, desde luego, por las opiniones y las aportaciones de los viejos periodistas del género, esos epígonos de Margarita Landi que nos refrescan la memoria a su manera un tanto novelesca, sino por el propósito que desvela la línea argumental, «editorial», de los programas que se ocupan de la libertad recobrada de los asesinos de Olga Sangrador, de Anabel Segura, o de las niñas de Alcasser: infundir miedo.

Andan sueltos, no se les reconoce ni aun sin pasamontañas por los estragos del tiempo en sus rostros, no se han curado de sus insanias criminales, no se curarán nunca, han fabricado toneladas de odio y rencor durante su cautiverio y son, se repite machaconamente en esos programas, bombas que pueden estallar al paso de cualquiera.

Los que se ocupan de la excarcelación de los etarras que han cumplido sus condenas, más el extra que les impuso la doctrina Parot hasta su ilegalización por el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos, atienden a objetivos más diversos: unos, a culpar a Zapatero, o a los jueces, o al propio Tribunal de Estraburgo, para, de paso, reforzar las intenciones de Gallardón de restaurar la cadena perpetua; otros, más ecuánimes, al de la cicatrización de las profundas heridas de las víctimas mediante el análisis y el debate sereno. Pero los otros, «tertulias» trufadas de imágenes de archivo y de reconstrucciones de los crímenes, diríase que sólo persiguen aterrorizar a los espectadores, a los más jóvenes particularmente, dando por cometidos futuros delitos que, obviamente, no se han cometido. Se traslada, pues, el pasado al futuro, el horror del pasado al futuro, pintando una sociedad y unas calles a merced de acreditados y salvajes malhechores que volverán a matar indefectiblemente.

   Se olvida, o se quiere olvidar, que la policía existe y que está para algo más que para intervenir tarde, cuando el delito se ha perpetrado y la sangre ha corrido y se ha secado. Siendo la prevención la principal función de la policía, nunca la tendrá más fácil, en puridad, que ante esos seres marcados, bien que si dispone de los medios suficientes para ello que ha de proporcionarle el Gobierno. Ahora bien; de no proporcionárselos tiraría, como esos programas amarillos, por la calle del miedo.

Rafael Torres

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