viernes, abril 26, 2024
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El fracaso de la enseñanza

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Soy un profesor universitario. Mi profesión me permite opinar acerca de la enseñanza primaria y media no de modo directo, sino apoyándome en la sólida base del estado de formación y conocimientos con que los estudiantes llegan a la universidad. Y, sobre este dato, me veo obligado a considerar que las leyes y los sistemas de docencia pre-universitaria son un absoluto fracaso. Pienso que puedo con seguridad afirmar que estamos ante una verdadera situación de crisis

He utilizado dos palabras para representar las dos dimensiones del problema: formación y conocimientos. Se trata de dos planos diferentes en la educación de la infancia y la primera juventud, y los analizaré uno detrás del otro.

Empezaré por los conocimientos, que realmente son mínimos e insuficientes. Podrían relatar sus experiencias los profesores de otras especialidades; las mías, en el campo de las Letras, serían divertidas si no resultasen dramáticas. Pondré algunos ejemplos a vuela pluma. Una anécdota individual: hablé en clase de Shakespeare y de Goethe, atribuyéndoles una determinada significación en la historia de la cultura; un alumno, en  examen escrito, unificó a ambos en un nombre inédito y no poco curioso: Chespiriguete. Y una anécdota colectiva: expliqué que, tras la Reforma luterana, los Reyes protestantes asumieron a la vez el supremo poder político y religioso, mientras que los Reyes católicos continuaron aceptando la supremacía religiosa de la Santa Sede, lo que caracterizó al período histórico que corre entre la Paz de Westfalia -1648- y la Revolución francesa -1789-. Resultado: por unanimidad, tales Reyes católicos fueron, en opinión de todos mis alumnos, Doña Isabel y Don Fernando, sin tenerse en cuenta que vivieron antes de la Reforma, y que no era fácil que pudieran reinar durante cerca de tres siglos. Otro día, para subrayar los años que ya tengo a las espaldas y a la vez la necesidad de un contacto lo más directo posible con las realidades históricas, dije, en broma, que la Constitución de 1876 me resultaba muy conocida porque hablé de ella largamente con Cánovas del Castillo. Y se lo creyeron. Yo no daba crédito, pero se lo creyeron; ni idea tenían de quien pudiera ser Cánovas. Visto lo cual repetí otro año el experimento con el Cardenal Cisneros; puedo asegurar que se lo creyeron también. No me atreví a repetir la broma con Viriato.

Son, ya lo he dicho, meras anécdotas, muy significativas, si bien sólo anécdotas. Pero la falta global de conocimientos científicos, el desinterés por adquirirlos, la carencia de sensibilidad frente al saber, el vacío sobre el que es imposible edificar porque la ciencia no puede construirse sin los cimientos de una cultura previa… Es como si un profesor de matemáticas quisiese explicar las derivadas y se encontrase con que sus alumnos ignoraban las cuatro reglas.

Falta de conocimientos, falta de formación. La formación es educación, respeto, posesión de ideas y principios, asunción de valores sociales y personales… Deben impartirla -mejor, infundirla- tanto la familia como la escuela y la sociedad. La familia: ¿qué familia? Pero si ha sido deshecha, separada, rota, cada uno por su cuenta, perdida la autoridad, desconocido el carácter de la relación entre los esposos o entre los padres y los hijos; caricaturas de familia que no pueden formar a los niños siendo por su propia esencia deformadoras; si la palabra hogar es del pasado y las palabras respeto y obediencia resultan desconocidas… Y desconocidas también en la escuela, donde, junto a planes de estudios que priman la vagancia y la ignorancia, los maestros o se han rendido y colaboran en tales barbaridades o sufren una crisis personal que les ha hecho perder la ilusión, el ansia de educar y la vocación al servicio de unos alumnos que dan pena y unos padres que dan vergüenza. Unos maestros de los que el alumno se burla, o no les considera, o no les escucha, o no los valora.

Y a la sociedad ¿qué le importa todo eso? Lo ha tolerado, lo ha votado, lo ha aceptado, ella misma se ha corrompido. Las inicuas leyes que hoy rigen la educación, la familia y la conducta ética la han destrozado. Y todos mirando para otro lado. Y ¿a quien beneficia? Solamente al Estado, cuando se le concibe como un poder absoluto que, suprimidos los principios morales que no tienen en él su origen, crea una sociedad sin nervio sometida a todos sus dictados.

A tantísimas personas que sufren ese tsunami de ausencia de formación y de conocimientos de una demasiado grande parte de nuestra juventud, ¿qué esperanza les queda? Una: volcarnos en la educación primaria y media, objetivo absolutamente prioritario de toda política que quiera evitar que dentro de un cierto tiempo aquí no queden más que las ruinas de la civilización. Vamos camino del planeta de los simios.    

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Alberto de la Hera

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