viernes, abril 26, 2024
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Ideologías

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Más de una vez he recordado el inteligente chiste de Mingote, publicado a raíz de la relativa derrota de Obama y el Partido Demócrata en las elecciones celebradas en los Estados Unidos en noviembre del año pasado. “Parece ser que hay países -comentaba uno de los personajes- donde la gente vota a los políticos según que lo estén haciendo bien o mal”. Y su interlocutor, con caria de desprecio, le contestaba: “Gentes sin ideología”.

Estamos en la línea: lo importante es que ganen los nuestros. Da igual cómo lo hagan, dan igual las leyes que promulguen, la corrupción que les corroa o la ineficacia de que puedan hacer gala; son los nuestros y a ellos hay que votarles y aplaudirles. Más aún: no hay que creer lo que contra ellos pueda decirse, y sí hay en cambio que aceptar sin discusión ni análisis todo lo que se diga contra los de enfrente. No estoy hablando exclusivamente del Gobierno del Presidente Zapatero. Qué lo arriba apuntado está sucediendo hoy, que los evidentes y tremendos errores de Zapatero y su Partido están pidiendo con urgencia un relevo y una alternancia en el poder, es cierto.

Pero no es la primera vez, ni será la última, en que el votante español piense antes en la ideología que comparte que en los resultados que soporta. Lo cual me lleva a plantearme el tema, desde luego muy serio, de la ideología. Que ésta existe, en la pluralidad de sus variantes mentales, y en la variedad de los factores plurales que componen la sociedad, es un hecho evidente. Y legítimo. Claro que se puede ser socialista, conservador o liberal, por poner tres ejemplos señeros. El error radica en reducir la ideología -como estamos haciendo en España- a la simplificación de derechas e izquierdas, con un abismo insalvable entre ambas y con una constante descalificación del “enemigo”. Esto es inaceptable, y no se está hablando entonces de ideologías, que es una palabra limpia, sino de rencores con carga ideológica, que son
una lacra social.

Cánovas decía, refiriéndose a la Inglaterra victoriana -también lo he recordado muchas veces- que le admiraba un país en que cuando gobernaban los liberales parecía que gobernaban los conservadores y cuando gobernaban los conservadores parecía que lo hacían los liberales. No es que carecían, unos y otros, de ideología o de programa propio; es que su objetivo no era el disfrute del poder -lo que conduce a la corrupción y a la tiranía- sino el servicio al pueblo. Partían de la base de que sus programas eran complementarios; de que debían sucederse en la dirección de la política poniendo en práctica tales programas con la conformidad del otro sector; de que la alternancia de los Partidos no tiene como objeto deshacer todo lo hecho por el anterior sino añadirle aquellos nuevos logros que la ideología alternante aporta.

De otro modo, cuando cada cambio de Partido supone un cambio radical de la política, o se cae en la historia española del XIX -cada grupo victorioso en las elecciones promulgaba una nueva Constitución-, o en la de la II República -si gana el contrario hay que impedir que gobierne-, o en la situación del momento presente: al llegar al poder, se desmonta toda una obra de gobierno consolidada y se improvisa una nueva, que años después hay que rectificar mal y tarde porque los propósitos anunciados van por un lado y la realidad comprobable va por otro.

Claro que las ideologías son dignas de respeto y, en lo esencial, conforman e inspiran a los Partidos y a los ciudadanos. Y hablo de todas las ideologías -religiosas, políticas, culturales, sociales…- que respeten la libertad y el pluralismo. Pero no me merecen igual respeto esas mismas ideologías cuando se transforman en excluyentes, insultantes, vejatorias e incompatibles; cuando el votante vota a quien “piensa como él” no porque gobierne bien sino porque no acepta que nadie “piense de otra manera”. Esa ha sido y es la base histórica de todos los totalitarismos, aunque se autodenominen democracias.

Alberto de la Hera

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