Al parecer somos cuarenta y siete millones de españoles. Más de cinco millones y medio son extranjeros empadronados. Somos más mujeres que hombres. Más andaluces, madrileños y catalanes que aragoneses, asturianos o castellanos leoneses. El padrón es un mundo, más bien un universo de galaxias complejas del que se deducen datos estadísticos que nos aportan la información que nos define o, al menos, que ayuda a definirnos como colectividad.
El caso es que los datos nos dicen alguna cosa. Hay un aumento neto del número de españoles que llega a 145.456 y de extranjeros empadronados de 60.269. Son cifras, es cierto, pero que ayudan a comprender realidades. Y son, además, cifras bastante más fiables que las de las agencias financieras internacionales que, o por interés o por ignorancia, ocultaron los datos reales de la economía internacional y se empeñan ahora en domesticar mediante la publicación de datos adversos, la voluntad del presidente del Gobierno que se resiste junto a los sindicatos a que la crisis la paguen los trabajadores, mientras los miembros de los consejos de administración que sostienen esas agencias se reparten los dividendos de sus multimillonarias cuentas.
Cifras fiables son las que reordenan la lógica de las migraciones. La crisis devuelve a 26.357 ecuatorianos a sus fronteras quizá con las ayudas que el Gobierno precisó al inicio de la crisis. Igual hacen 20.075 bolivianos y unos once mil setecientos argentinos.
Los que no se van son los ciudadanos de la UE de veintisiete miembros, que suponen 2.346.515 residentes en nuestro territorio. Entre ellos destacan los rumanos, que ya son 829.715 ciudadanos en España, treinta mil más que hace dos años. Quizá por eso están tan preocupados los populares de Badalona. No lo suficiente para que en el domicilio de García Albiol, líder del PP, trabaje de empleada de hogar una rumana, una de las que él mismo quiere echar según sus declaraciones y su propaganda. Una vez más, sin vergüenza.
Pero en fin. En términos relativos son los senegaleses los que más crecen, con un 8,5, y los chinos, como no podía ser de otra forma, con un 6,2.
Nuestros problemas de identidad territorial comienzan a desvanecerse entre las nuevas luces de la multiculturalidad que aportan las nacionalidades del mundo que se asientan sobre nuestro suelo. Es un espejismo ese concepto patriótico de la sangre, la raza y la enseña cuando quien levanta al país cada mañana son los hombres y las mujeres de credo ortodoxo, que portan chilaba o que rezan a múltiples dioses de la naturaleza. Indiferente a esa vocación personal de cada uno, la sociedad española debería asegurarse de que se cumplan la Constitución y las leyes. Las que nos gustan y las que no. Las que se aprueban en los parlamentos regionales y son refrendadas por las Cortes y por los ciudadanos de una Comunidad y que pretenden destruirse con un solo voto decisivo de un solo hombre cuyo mérito más reconocido es el de votar en contra de los postulados de quienes lo promovieron. Es decir, bueno, mejor no decirlo, pero esto de la soberanía es más confuso que el padrón.
Somos muchos sobre la superficie de nuestra patria. Y son muchos los que aún permanecen enterrados en las cunetas de sus carreteras, asesinados en las tapias de los cementerios y ocultos en fosas comunes que siguen sin figurar en censo alguno, ni padrón ni estadística oficial plenamente verificable.
Así que cuando nos cuentan, no nos cuentan a todos. Unos pueden engañar y engañarse. Pero esto que ha ocurrido ahora en torno a la intención de juzgar al juez que quería resolver este dislate histórico de los muertos enterrados junto a su dignidad en la soledad de los caminos y los barrancos acabará pasando factura a este sistema. Con golpe judicial paralelo dirigido por el que tampoco quiso contar los muertos del Yak o sin él, la historia, esta vez, no la van a escribir cara al sol. No lo duden.
Rafael García Rico