lunes, mayo 6, 2024
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Los jueces de la Ley

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Con este título se estrenó en España este drama judicial rodado en 1983 (The Star Chamber), protagonizado por Michael Douglas, un juez instructor inmerso en la enorme frustración de ser responsable de archivar procesos contra los que él apreciaba como responsables indiscutibles de horribles crímenes (asesinato y violación de menores) por la concurrencia de simples tecnicismos o formalismos legales aducidos por los defensores (normalmente relacionados con el derecho a un proceso con todas las garantías). Un magistrado amigo suyo (el inefable Hal Hobrook) le introducía en un círculo de juristas que habían decidido atajar tal despropósito formalista mediante una especie de tribunal de excepción que revisaba causas, dictaba sentencias y las ejecutaba a través de un asesino a sueldo. Finalmente, el joven juez, tras promover la revisión de uno de sus casos más sangrantes y obtener la condena y el mandato de ejecución, descubría con estupor que su propia investigación adolecía de un fallo y que los señalados como responsables eran inocentes, a pesar de lo cual sus colegas del tribunal excepcional le informaban de la imposibilidad de paralizar el proceso y de la necesidad de asumir las consecuencias. La denuncia de sus colegas por parte de Michael Douglas pone fin a la película con la moraleja de la vuelta al redil de las garantías procesales, por repugnantes que sean los sujetos acreedores de las mismas.

Este filme venía a mi memoria durante el fin de semana cuando, de la lectura de los periódicos, infería sin dificultad la cruzada preventiva emprendida por algunos medios de comunicación contra una eventual anulación total o parcial del denominado ‘caso Gürtel’ (¿de dónde sale ese nombre?) por algo que al parecer se considera tan nimio como la posibilidad de que se hayan practicado escuchas ilegales de algunos detenidos en la comunicación con sus abogados defensores. No hace falta ser experto en Derecho para comprender que la comunicación de un detenido con su abogado defensor debe producirse en los términos más amplios y extensos, que pueden alcanzar en algunos casos la admisión expresa de haber cometido los hechos. Porque sólo desde un cabal conocimiento de la realidad puede el defensor desplegar su tarea con toda la eficacia que la ley exige y la Constitución garantiza. Por eso desde muy antiguo, en los sistemas que se precian de proteger los derechos y libertades, un abogado no puede ser interrogado sobre los hechos revelados por su defendido, ni está obligado a denunciarlos aún cuando sean constitutivos de delito. En ese mismo sentido, es radicalmente contrario al derecho a la defensa que se graben las conversaciones entre abogado y defendido, porque de existir esa posibilidad, el defendido se cuidará muy mucho de prodigarse en explicaciones a su defensor y, consecuentemente, éste verá reducidas inexorablemente sus posibilidades de articular una defensa adecuada de su cliente. Sólo la posibilidad de que el canal de comunicación entre abogado y cliente se utilice para la planificación o comisión de delitos puede constituir una excepción a tal principio, que debe ser ponderada en todo caso con la máxima prudencia.

Lo que no es aceptable, desde una mínima responsabilidad en el ejercicio de la comunicación pública, es crear la imagen de que las garantías procesales que contempla nuestra Constitución, y que se concretan en el derecho a un proceso con todas las garantías, incluido el derecho a la defensa y el derecho a no confesarse culpable, conformen una suerte de formalismo vacío de contenido que los abogados puedan usar como pretexto para la desactivación de las causas criminales. Un proceso sin garantías no es proceso, y quien resultase condenado sin la observancia de esos mínimos fundamentales sería objeto de una condena injusta y contraria a Derecho. Por lo tanto, como consideración preliminar, independientemente de si ello favorece o perjudica a un partido político investigado o a otro, debemos mantenernos inflexibles en la defensa de las garantías procesales de todos los ciudadanos. Por higiene mental y democrática, aunque el resultado concreto en un caso particular pueda repugnar a nuestras convicciones o nuestros intereses. Si una investigación se frustra por no respetar los derechos de los investigados, busquemos la responsabilidad entre quienes ignoraron tales derechos, no en quienes los invocaron para defenderse conforme a la ley. En caso contrario, nos deslizaremos por la misma pendiente que Michael Douglas en la película y, tal vez, para cuando queramos darnos cuenta de nuestro error, sea demasiado tarde.

Juan Carlos Olarra

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