lunes, mayo 20, 2024
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Escampa la niebla de las conversaciones de Oriente Próximo

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A los diplomáticos les encanta la ambigüedad. Les permite dar pompa a las partes duras de una negociación -las cuestiones sujetas al «estatuto final», como se las denomina con frecuencia- y aparcarlas para más adelante, cuando las partes son más susceptibles a la presión.

Esta devoción por la «ambigüedad constructiva» ha sido el sello característico de la pacificación estadounidense de la cuestión palestino-israelí los 40 últimos años. En lugar de expresar abiertamente las concesiones desagradables que la mayoría de los analistas reconocen harán falta de cara a cualquier solución viable -que los israelíes compartan la soberanía de Jerusalén y que los palestinos renuncien al «derecho de retorno» a Israel-, las sucesivas administraciones estadounidenses han tratado de aplazar hasta más tarde estas cuestiones innombrables.

Pero la máquina de humo se averiaba este mes, cuando el Ministerio de Interior israelí anunciaba durante una visita del vicepresidente Joe Biden que Israel construirá 1.600 viviendas nuevas en el Jerusalén Oriental. La Administración Obama estaba molesta, diplomáticamente hablando: la secretaria de Estado Hillary Clinton decía que el anuncio de la construcción es «una señal muy negativa», a tenor de las relaciones norteamericano-israelíes, y «un insulto».

Entre la confusión despertada a raíz de la «crisis» en las relaciones norteamericano-israelíes, se han producido intentos desesperados de simular que todo es un malentendido, y volver a correr el tupido velo de la ambigüedad sobre el proceso de paz. Pero eso es un error.

La maniobra de Jerusalén Este no fue un accidente sino una declaración pública de rechazo rotundo por parte de la derecha israelí a hacer concesiones con Jerusalén. El primer ministro Benjamin Netanyahu intentaba lidiar con las peticiones estadounidenses de aparcar la cuestión evitando las acciones provocativas en Jerusalén. Sin embargo, el ala derecha del partido Shas, que controla el Ministerio de Interior, básicamente levantó la liebre.

«Congelar la construcción en el Jerusalén oriental es una de esas cosas que no podemos hacer», decía Dore Gold, un ex embajador israelí ante las Naciones Unidas de derechas. Y Avigdor Lieberman, ministro de Asuntos Exteriores de Israel y colono, respondía: «¿Se imagina decir a los judíos de Nueva York que no tienen derecho a construir ni comprar en Queens?».

Entonces, ¿qué debe hacer la Administración ahora que la derecha israelí ha puesto Jerusalén directamente en la mesa a pesar de los mayores esfuerzos de los diplomáticos adictos a la ambigüedad?

La mejor estrategia de la Administración es hacer lo que consideró hace un año, que consiste en establecer claramente los principios básicos que deben enmarcar las negociaciones. Estas directrices han sido bien articuladas por Zbigniew Brzezinski, ex consejero de seguridad nacional: intercambio real de Jerusalén, nada de derecho de retorno de los palestinos, retorno a las fronteras de 1967 con ajustes mutuos para dar cabida a los grandes bloques de asentamientos israelíes, y estado palestino desmilitarizado. Cada negociación durante las cuatro últimas décadas ha convergido hacia esos parámetros.

La Administración Obama debatía si emitir tal declaración de principios hace un año, cuando comenzó sus esfuerzos de paz. Dar el pistoletazo de salida a las negociaciones con este big bang tenía sentido para algunos funcionarios, entre ellos el general Jim Jones, asesor de seguridad nacional. Pero George Mitchell, el enviado de Oriente Próximo, sostuvo que basándose en su experiencia en las conversaciones de paz de Irlanda del Norte, era mejor dejar que las partes negociaran en lugar de que Estados Unidos intervenga con propuestas de acercamiento.

En lugar de anunciar los principios negociadores estadounidenses al inicio, el equipo Obama decidió en su lugar presionar a Netanyahu con los asentamientos. Eligieron este caballo de batalla en medio del entusiasmo general de los primeros meses de Obama en el cargo, confiando en que el nuevo presidente ocupaba una posición tan fuerte y Netanyahu tan débil que si se forzaba un desencuentro, Netanyahu cedería. El líder israelí esperó fríamente su oportunidad, negociando cuestiones de procedimiento mientras Obama se debilitaba políticamente mes a mes. Netanyahu aceptó finalmente en noviembre una moratoria temporal sobre nuevos asentamientos, que excluye específicamente Jerusalén. La Administración debería haberlo visto venir.

En perspectiva, parece claro que el enfoque paulatino fue un error:

La ambigüedad constructiva, en este caso, resultó destructiva.

Permitió que la derecha israelí perpetuara la idea de que se podía tener todo: alcanzar un acuerdo sin hacer concesiones en Jerusalén.

También permitió a Netanyahu continuar su posición equívoca.

Jerusalén es el problema más difícil de todos en la negociación palestino-israelí, y por esa razón los aspirantes a pacificador han querido guardarla para el final. Pero la crisis de este mes hace imposible esa palabrería estratégica. Gracias a la derecha israelí, la cuestión de Jerusalén está servida.

Lo que hace falta ahora es que Obama anuncie que, cuando empiecen las negociaciones, Estados Unidos anunciará su propia opinión en torno a Jerusalén y las demás cuestiones clave, esbozando las líneas maestras del acuerdo que quieren la mayoría de los israelíes y los palestinos. Si Netanyahu se niega a jugar, entonces tenemos una verdadera crisis en las relaciones entre Estados Unidos e Israel.

© 2010, The Washington Post Writers Group

David Ignatius

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