lunes, mayo 20, 2024
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«La competencia: un compromiso con el mercado»

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Hace ahora poco más de dos año, cuando tomé posesión como Presidente del Tribunal de Defensa de la Competencia, anuncié que iba a ser el último Presidente de ese organismo que había sido creado en el año 1963. Se encontraba en aquellos momentos en pleno debate un importante documento elaborado por el Gobierno con la finalidad de promover la participación de la comunidad académica, profesional y empresarial acerca de la modificación del sistema anti-trust español. Se trataba del “Libro Blanco para la reforma del sistema español de Defensa de la Competencia”, y en él ya se anunciaba la creación de una nueva autoridad que iba a modificar el tradicional esquema español de autoridad doble: Servicio y Tribunal de Defensa de la Competencia, y la creación de un nuevo organismo que asumiera las competencias de los dos anteriormente existentes y que, previsiblemente, iba a ser denominado como Comisión Nacional de la Competencia. La creación de ese nuevo organismo implicaba, necesariamente, la desaparición del Tribunal de Defensa de la Competencia y de ahí que mi anuncio realizado en octubre de 2005 estuviera respaldado por la existencia de ese documento que estaba siendo objeto de debate.

Han pasado más de dos años y hoy en día el anuncio se ha visto respaldado por la realidad. El pasado 4 de julio el Boletín Oficial del Estado publicó la Ley 15/2007, de 3 de julio, de Defensa de la Competencia que entró en vigor el día 1 del pasado mes de septiembre, y con ella comenzó su andadura la anunciada Comisión de Defensa de la Competencia. Quiero resaltar desde el primer momento que, aunque a algunos les pueda parecer insólito en la presente legislatura, la nueva Ley ha sido aprobada por unanimidad, lo cual habla mucho a favor del compromiso de la totalidad de las fuerzas políticas españolas con el mercado y la competencia. Por ello hoy me cabe el honor de dirigirme a todos ustedes no por haber sido el último Presidente del TDC, sino justamente por ser el primer Presidente de la nueva autoridad, la Comisión de Defensa de la Competencia. Y precisamente por ello me voy a permitir desgranar en esta prestigiosa tribuna del Club Siglo XXI una serie de características de la nueva legislación, al tiempo que me voy a permitir realizar en voz alta una serie de reflexiones sobre la competencia y el mercado.

La primera legislación española en materia de competencia fue una Ley del año 1963, que respondía al rimbombante nombre de Ley de Represión de las Prácticas Restrictivas de la Competencia. Sí, parece insólito que en momentos en los que tibiamente se estaba saliendo de la autarquía económica, nuestro país se dotara de una autoridad anti-trust. Pero no resulta tan insólito si tenemos en cuenta que el Estado español se había comprometido a ello en los Acuerdos Hispano-norteamericanos que pocos años antes se habían firmado. Le exigencia de una legislación encargada de velar porque el mercado no quede alterado por conductas anticompetitivas ha sido muy recurrente para todos aquellos países que quieren entrar a formar parte de organismos internacionales de contenido económico, y así fue para el nuestro. Baste con recordar que el disponer de legislación y autoridades de competencia es una exigencia para quienes quieren entrar a formar parte de la Unión Europea, o bien que esa misma exigencia la realiza el Banco Mundial a los países a los que presta asistencia. Pero antes de eso, es bien sabido que los Estados Unidos impulsaron esta legislación en Europa tras la II Guerra Mundial, como bien refleja la frase tan citada del Maestro Garrigues cuando afirmó que los soldados americanos que vinieron a luchas a Europa trajeron en sus mochilas la legislación de la competencia. En algunos supuestos tal impulso, por no decir exigencia, respondía a un objetivo político. La legislación alemana anterior a la guerra había promovido el fortalecimiento de grandes trusts industriales que habían fomentado el armamentismo, y por lo tanto era necesario limitar su poder si se quería asegurar una política de paz. En otros casos, los Estados Unidos anunciaban que los inversores americanos no invertirían en países que no tuvieran esa legislación. El caso es que el modelo de la Sherman Act se iba imponiendo y hoy en día es una realidad tanto en el mundo desarrollado como en el que está en vías de desarrollo. El caso es que allá por el año 1963, antes incluso que otros países de nuestro entorno, España se dotaba de una legislación de competencia e incluso creaba autoridades encargadas de vigilarla: los ya citados Servicio y Tribunal, éste último por cierto siguiendo un modelo de autoridad independiente que resultaba insólito para la época.

La competencia es consustancial a la existencia del mercado. No es posible competencia sin mercado, pero tampoco es posible un mercado sin competencia. En situación de monopolio el mercado no funciona, pero tampoco funciona cuando quienes participan en el mercado se ponen de acuerdo para restringir la competencia, para no competir, para repartirse los territorios o pactar precios. Por eso las autoridades de la competencia son las encargadas de perseguir aquellas situaciones que tan gráficamente describía Adam Smith: “las personas de un mismo ramo rara vez llegan a reunirse, aunque sólo sea con fines de jolgorio y diversión, sin que la conversación termine en una conspiración contra el público, o en alguna maquinación para elevar los precios”.

Precisamente por ello, desde la primera legislación en materia de competencia, la principal actividad de las autoridades encargadas de la materia ha consistido en velar por el funcionamiento del mercado, por que las reglas del mercado no quedaran alteradas por quienes disponían de poder para ello, bien fuera por quienes dispusieran de ese poder por sí solos y abusaran de su posición dominante, bien por haber adquirido tal poder de mercado mediante acuerdos colusorios. La historia de la actividad de las autoridades españolas de la competencia está llena de ejemplos de las sanciones impuestas a quienes han infringido las normas de la competencia, pero un análisis de las resoluciones lleva fácilmente a la conclusión de que si bien son todos los que están, tal vez no estén todos los que son. Y cuando afirmo esto me limito a realizar en voz alta una reflexión. ¿Creen ustedes que todos los cárteles que han existido en España han sido sancionados?. Simplemente me permito dudarlo. Incluso un análisis de los sectores afectados lleva a la conclusión de que la mayor parte de las empresas condenadas son pequeñas empresas. En el pasado se decía que el TDC se dedicaba, exclusivamente a perseguir a panaderos y quiosqueros, y no les faltaba razón a quienes realizaban esa observación, bien fundada en el análisis de las resoluciones del Tribunal y de los sectores a los que pertenecían las empresas que en ellas resultaban condenadas. Pero esa realidad ponía de manifiesto algunos puntos dignos de resaltar. En primer lugar que la cultura de la competencia ha ido introduciéndose en España con dificultad, e incluso en determinados sectores, fundamentalmente pequeñas y medianas empresas, no existe. Con frecuencia se afirma que el empresario odia la competencia, y con ciertos matices puede pensarse que quienes tal afirman no carecen de razón. Se prefieren las exclusivas, los repartos geográficos, los pactos de precios….. En definitiva, la vida fácil, evitando situaciones que a veces se califican como “odiosas guerras de precios”. Con frecuencia relato una anécdota que me ocurrió a mi mismo. Un empresario con el que tenía una cierta amistad me invitó a visitar las instalaciones de su empresa allí por el año 2000. Partiendo prácticamente de cero había conseguido convertirse en la segunda empresa del sector. Cuando ya nos despedíamos le pregunté por los esfuerzos que tendría que hacer para conseguir mantenerse en un mercado muy competitivo, a lo que me respondió: “Hasta hace poco lo hemos pasado fatal porque había una guerra de precios feroz, pero ahora lo primero que hago por la mañana es llamar a la empresa líder del sector y nos ponemos de acuerdo con los precios”. ¡Y eso lo afirmaba sin pudor precisamente a quien hasta un año antes había sido Vicepresidente del TDC!. Pero de esa anécdota quiero sacar una conclusión. Ese empresario no era consciente de la ilegalidad de su actuación, y por eso no tenía ningún inconveniente en confesar su conducta de forma paladina. Y de ese hecho se deducen otras conclusiones. La competencia puede resultar odiosa para muchos empresarios, tanto grandes como medianos y pequeños, pero mientras que los primeros conocen la ilegalidad de las conductas anticompetitivas y o bien no cometen ilegalidades…, o si las cometen se cuidan de no dejar rastros de tales conductas, los pequeños no tienen inconvenientes de reconocer lo que hacen, precisamente porque no son conscientes de la ilegalidad de su conducta y por eso dejan rastros, dejan pruebas que hacen más fácil su detección. Y de ahí que sean sancionados con mayor frecuencia. No puedo dejar de contarles que no hace mucho pasé un sábado en mi tierra y aproveché para ir a la peluquería. Allí me corté el pelo bajo el cartel de una asociación profesional en el que se especificaban los precios aprobados para los diferentes servicios. Al terminar fui a recoger mi automóvil y al ir a pagar el precio del aparcamiento pude comprobar que en la propia cabina de pago había un cartel que daba a conocer los precios aprobados por la asociación de empresarios de la provincia. ¿Para qué seguir?. Y ello aunque tenga que reconocer que, incluso entre los pequeños empresarios, el conocimiento de la ilegalidad de determinadas conductas es cada vez mayor.

Pero, a la par, es decir mientras se va ampliando el conocimiento de la ilegalidad de determinadas conductas o las actuaciones de las autoridades de la competencia persiguiéndolas, los infractores intentan dejar menores rastros de sus actuaciones. Y, en consecuencia, se dificulta la labor de quienes estamos encargados de evitarlas. Es cierto que todavía nos encontramos con el hecho de que determinados acuerdos, por ejemplo, de reparto de mercado, se recogen en actas de una Asociación profesional. O bien que en la comparecencia en un expediente de concentración el notificante justifique la compra de la empresa adquirida en el hecho de que estaba instalada en una zona en la que el adquirente no operaba con anterioridad porque tenía el pacto de respetar el territorio de otro competidor. Pero verdaderamente no siempre es todo tan sencillo. Las actas se guardan en otros lugares, o bien no se recogen los acuerdos ilícitos en tales actas. O, como he tenido ocasión de repetir últimamente con una cierta frecuencia, las conductas ilícitas revisten cada vez un mayor grado de sofisticación. Como podría ser el aparentemente aséptico pronóstico de que determinados acontecimientos pueden ocasionar un incremento de los precios, incremento que se llega a cuantificar. Si ese anuncio, realizado no por un estudioso del mercado sino por el representante de una asociación empresarial o bien por la empresa líder del sector, es seguido por el sector, hay muchos que opinan que se trata de una conducta contraria a la competencia que debería ser perseguida. Pero que nadie se llame a engaño. La Comisión Nacional de la Competencia no es la desaparecida Junta Superior de Precios ni tenemos una función de vigilar los incrementos de precios. Nosotros perseguimos si se producen coordinaciones de conductas para facilitar o propiciar comportamientos paralelos en materia, por ejemplo, de precios, aunque sólo sea para que la igualdad de precios a la que lleva irremediablemente el mercado se alcance con mayor anticipación o, por lo menos, con menor coste. Y aunque esa coordinación no adopte la forma de un acuerdo escrito, firmado y rubricado, sino formas mucho más sofisticadas, no les debe quedar ninguna duda a los infractores que actuaremos con firmeza. Porque la competencia nos dice que en un buen número de ocasiones, cuando un empresario sube los precios en un mercado competitivo, debe tener una fundada confianza que sus competidores van a hacerlo también, porque, de no ser así, los clientes y consumidores desviarían sus adquisiciones hacia quienes mantuvieran una política de no incremento de precios. Y eso querrá evitarlo. Pero esa confianza de cual ha de ser el comportamiento de sus competidores en un buen número de supuestos se obtiene mediante intercambio de información, prácticas concertadas, en definitiva mediante conductas ilícitas. Por ello no están desencaminados quienes piensan que cuando un sector incrementa al unísono e idénticamente los precios muy por encima de lo que pudiera estar justificado por el aumento de los de las materias primas, puede existir algún tipo de coordinación que debe ser perseguida por las normas de la competencia. Pero sin olvidar, y quiero insistir en ello, que la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia no es una Comisaría de precios.

Pero de esta observación se pueden deducir otras conclusiones. La primera de ellas de las dificultades que las autoridades de la competencia tienen para investigar las conductas anticompetitivas, particularmente los cárteles que son las conductas más dañinas. Los recursos son limitados y cuando las conductas revisten formas cada día más sofisticadas, la actuación de su investigación resulta dificultosa. Precisamente siendo conscientes de ello, la Comisión Europea, aprobó desde el año 1996 diferentes programas de lo que se ha denominado “clemencia”, leniency” en inglés, que pueden resultar novedosos en el Derecho continental europeo, particularmente en el de los países latinos, pero que tienen honda raigambre en el mundo anglosajón. Se trata de eximir del pago de las multas, o en algunos casos reducirlas considerablemente, a quienes faciliten pruebas que permitan la persecución y condena de cárteles de los que hayan formado parte. Es cierto que en España tal práctica puede resultar novedosa –ha habido quien la ha calificado de éticamente reprobable- y tenga que soportar la crítica de un bagaje cultural que muestra escaso aprecio hacia los delatores, pero no es menos cierto que la puesta en marcha de estos programas ha permitido a la Comisión Europea detectar un buen número de cárteles y poner fin a prácticas que resultan tremendamente dañinas para el funcionamiento del libre mercado, y, por ello, para los consumidores. En definitiva para el conjunto de los ciudadanos.

Al aprobar la nueva Ley, el legislador español ha sido consciente de esta realidad y por ello ha dotado a la Comisión Nacional de la Competencia de este instrumento, cuya aplicación esperamos sirva para detectar cárteles que permanecen ocultos, y que, pasado un cierto tiempo, podamos afirmar que, como le ocurre a la Comisión Europea, la mayoría de los cárteles detectados lo han sido gracias a la aplicación de estos programas de clemencia.

Pero los nuevos instrumentos y facultades no quedan ahí. La nueva Ley ha incrementado los poderes de investigación de la Comisión para la detección de las conductas anticompetitivas, y permitirá el incremento de las multas. Aunque propiamente hablando no se puede afirmar que la Ley ha incrementado el importe de las multas, que pueden llegar hasta el diez por ciento de la cifra de negocios de la empresa sancionada, como ocurría con anterioridad, no es menos cierto que la nueva Ley contiene instrumentos que permitirán un incremento del importe de las sanciones. Se puede señalar que constituye un objetivo de la CNC que se pueda cumplir una meta ya reflejada en la legislación de carácter general: que el importe de la multa sea superior al beneficio que el infractor ha obtenido por su conducta ilícita. En definitiva que a nadie le resulte rentable la infracción de las normas de la competencia.

Pero que nadie se lleve a engaño. Ninguno de quienes componemos la Comisión Nacional de la Competencia nos sentimos satisfechos imponiendo multas. Todos preferiríamos que no existieran conductas contrarias a la libre competencia, pero para conseguir ese objetivo es necesario el poder de disuasión de los expedientes sancionadores. Aun cuando no sólo ello. Con anterioridad me he referido a la falta de cultura de la competencia en España. La verdad es que si los ciudadanos tuvieran consciencia de los daños que producen las restricciones a la competencia nos pedirían incluso que las sanciones se incrementaran muy por encima del nivel actual. Uno de los iluminados españoles del Siglo XVIII, Francisco de Cabarrús hacía alusión a las dificultades para introducir la libertad de comercio en España, que se sustentaban “en el interés de unos pocos y la ignorancia de los muchos”, y lo mismo podría decirse ahora de las dificultades para introducir competencia en España. Pero incluso me permitiría añadir que existen algunos infractores de las normas de la competencia que no son conscientes de los efectos dañinos de sus conductas. Por ello es muy importante ir extendiendo el conocimiento de los beneficios que pueden obtenerse de la ampliación de la competencia, y los efectos dañinos de sus restricciones. En definitiva, realizar una tarea de “advocacy” o promoción de la competencia. Se trata, en consecuencia de intentar contrapesar el poder de los lobbies que intentan presionar al poder político, a los funcionarios, a la sociedad en general para defender sus privilegios. Los enemigos de la competencia tienen a su favor poderosos instrumentos para transmitir el mantenimiento del statu quo, para oponerse a cualquier cambio que pueda repercutir en su cuenta de beneficios. Para ello se entrevistan con políticos y funcionarios, tienen gabinetes de prensa capaces de transmitir mensajes favorables a sus intereses, pero sobre todo se encuentran con un gran aliado en la tendencia a que nada cambie. Con frecuencia las políticas de liberalización y competencia suponen la pérdida de privilegios de algunos y no sólo de los empresarios, y aunque a medio plazo tengan efectos beneficiosos para la inmensa mayoría, a corto plazo pueden producir damnificados que se movilizarán en defensa de los intereses, pudiendo transmitir un equívoco mensaje sobre los efectos de una política de liberalización. Hay un mensaje que con frecuencia se compra bastante bien desde las filas políticas: si algo funciona, no lo cambies. Lamentablemente aunque ese teórico buen funcionamiento se base en el mantenimiento de privilegios de los pocos y en la explotación de los muchos.

Un ejemplo de esta afirmación lo tenemos en lo ocurrido con la legislación restrictiva en materia de comercio, que la mayor parte de las veces ha sido aprobada por la totalidad de las fuerzas políticas. Se presenta la necesidad de ayudar al pequeño comercio con medidas que restringen la libertad de apertura de grandes establecimientos comerciales o que limitan la libertad de horarios. La limitación de apertura a los grandes establecimientos supone un trasvase de rentas de los consumidores a favor, en teoría, del pequeño comercio y, en la práctica, del que consigue la licencia de apertura o del ya instalado. Es decir una situación injusta que, extrañamente, recibe el apoyo de muchos. Pero los políticos temen las reacciones del pequeño comercio o, cuando se trata de establecer libertad de horarios de los sindicatos que defienden el descanso de los trabajadores del comercio, y en lugar de pensar que la libertad comercial beneficia a los consumidores, aumenta la oferta y el empleo, mantienen el statu quo, o, en el mejor de los casos, lo modifican lentamente. Sorprendentemente existen pocas voces que se encarguen de transmitir que incrementar la oferta comercial puede conllevar aumento de la oferta y precios más bajos, o que la libertad de horarios comerciales repercutirá favorablemente no sólo en el aumento de las opciones de los consumidores, sino también en el incremento del empleo. O que pongan de manifiesto que las restricciones comerciales han producido un cambio de formato –de gran superficie al supermercado- mientras que los pequeños comerciantes siguen desapareciendo. Pocas veces podrán encontrarse ejemplos de una legislación tan negativa para los intereses de los consumidores y que se haya evidenciado tan incapaz de resolver los problemas del colectivo protegido –los pequeños comerciantes-. Y estas observaciones que de forma repetida ha venido haciendo el Tribunal de Defensa de la Competencia desde que se aprobó en el año 1996 la Ley de Ordenación del Comercio Minorista puede volver a estar de actualidad en estos momentos en los que los alimentos, junto con los productos petrolíferos, han provocado que se haya disparado el índice de precios al consumo. Este hecho, unido a la necesidad de transponer la Directiva de Liberalización de los Servicios, constituye una ocasión única para derogar esa legislación comercial restrictiva de la libertad de establecimiento, o bien de la libertad de horarios. Al suprimir las restricciones comerciales se incrementará la competencia y se reducirán los precios. Pero mucho nos tenemos que al estar en un momento preelectoral no habrá ninguna actuación en tal sentido o bien que las excepciones que permite la Directiva de Servicios en materia de urbanismo o de medio ambiente se convertirán en los pilares en los que fundamentarán sus normas los enemigos de la libertad económica. Y sin embargo los políticos deben tener en cuenta algunos elementos que hace que acreciente mi confianza en la especie humana. Como todos ustedes saben el Gobierno de centro-izquierda de Romano Prodi ha iniciado en Italia una política de liberalización, que desde luego no es más amplia porque de la coalición gobernante también forman parte quienes no son muy partidarios de la política de liberalización. Pues bien en un reciente sondeo esa política liberalizadora, que ha dado lugar a huelgas de los sectores que han visto sus privilegios amenazados, es la más popular de todas las del gobierno Prodi. Y ello porque los consumidores se han percatado que ellos, la inmensa mayoría, se han visto beneficiados por la política de liberalización. O tal vez porque los consumidores se han cansado de vivir en una sociedad dominada por los lobbies.

Es cierto que, conforme puso en su momento de manifiesto el Presidente Kennedy existe un desequilibrio entre el poder de los lobbies y el de los consumidores. Por eso las autoridades de la competencia, y en nuestro caso la CNC, deben llevar a cabo una actividad de promoción de la competencia que tenga como objetivo contrarrestar el poder de los lobbies, poner a disposición de los consumidores los medios a nuestro alcance para defender sus intereses; conseguir, en definitiva, que el conjunto de los ciudadanos sean conscientes de los efectos dañinos que se derivan de la falta de competencia. Ello no olvidando que hemos de conseguir que las normas y los actos administrativos dejen de amparar restricciones de la competencia.

Esta tarea de promoción de la competencia ha de convertirse en una actividad primordial de la Comisión de Defensa de la Competencia, y a ella deberemos dedicar nuestros mejores recursos. Pero sería injusto olvidar que, en el pasado, el Tribunal de Defensa de la Competencia ha realizado una importante labor en esta materia. Como ejemplo de esta labor me gustaría recordar al que se le dio un dieciochesco título, sin duda para enlazar con la tarea que para abrir el mercado español, y tal vez también las mentes de los españoles, habían realizado los iluminados españoles de finales del siglo XVIII. Me refiero al informe “Remedios políticos que pueden favorecer la libre competencia en los servicios y atajar el daño causado por los monopolios” del año 1993, que analizó las dificultades de las reformas estructurales, estableció criterios para las políticas de liberalización y formuló recomendaciones, tanto de carácter general como específicas. Pasados cerca de quince años desde la aprobación de este informe resulta edificante analizar cómo ha cambiado la regulación española y cuántas de aquellas recomendaciones se han llevado a cabo, modificando la legislación en muchos aspectos, eliminando rigideces y, en definitiva, poniendo de manifiesto las ventajas que para los consumidores se deducen de la actuación de una autoridad de competencia. Porque no se puede olvidar que buena parte de las restricciones de competencia vienen impuestas por la mala regulación. Por ello, la Comisión Nacional de la Competencia se propone aprovechar las nuevas posibilidades que la nueva Ley le permite para llevar a cabo una intensa labor de promoción de la competencia, no sólo dando a conocer los males que se producen para el interés general por las conductas anticompetitivas sino intentando introducir prácticas de lo que se denomina la “better regulation”, es decir, intentando por la vía de informes que cuando se regule se eviten situaciones de restricciones de competencia. En definitiva, como señalaba el informe de 1993 al que he hecho referencia, evitar que sean las propias normas, que deberán ser sometidas a un test de competencia, las que amparen situaciones anticompetitivas.

Pero para llevar a cabo esta tarea, la nueva Ley concede a la CNC un instrumento de particular importancia y que resulta especialmente novedoso. La Ley concede a la CNC la legitimación activa para impugnar ante la jurisdicción contencioso-administrativa todos los actos administrativos, sean del Estado, de las Comunidades Autónomas, o de los Ayuntamientos, que supongan restricciones a la competencia. Y no sólo los actos administrativos sino incluso las normas con rango inferior a Ley. En definitiva, la nueva Ley de Defensa de la Competencia dota a las autoridades de nuevos instrumentos para llevar a cabo la labor de promoción de la competencia.

Otro de los instrumentos que la legislación de la competencia pone a disposición de las autoridades para cumplir su misión consiste en el control de las concentraciones. Hace algunos años escribí que el debate sobre el alcance del control de las concentraciones era un debate diabólico, porque tanto los partidarios como los contrarios a un estricto control de las concentraciones tenían razones de peso. A ese control se opondrán los tradicionales defensores de las empresas fuertes, de los campeones nacionales, y también, a veces situados en el extremo contrario, quienes consideran que la decisión de fusionarse, de adquirir otra empresa, en definitiva de concentrarse, constituye una decisión realizada en virtud del principio de libertad de empresa, y cualquier intervención del Estado en ese campo constituye un atentado a la libertad de empresa. Bien, no voy a extenderme en ese debate que puede resultar interminable, pero no por ello voy a dejar de destacar que la nueva Ley de Defensa de la Competencia ha dado nuevos pasos a favor de la participación de las autoridades independientes en el control de las concentraciones, en la medida en la que, con el sistema anterior, el Gobierno decidía sobre si aprobaba, con o sin condiciones, o prohibía una operación de concentración, mientras que en la nueva Ley la decisión última, sometida naturalmente a revisión jurisdiccional, corresponde a la Comisión Nacional de la Competencia, con una competencia residual al Gobierno para desviarse de la decisión de la Comisión cuando se decida la prohibición o la aprobación con condiciones si concurren motivos de interés público. Esta competencia residual del Gobierno existe en otras legislaciones de nuestro entorno, pero ciertamente en pocas ocasiones se acude a ella. Por ejemplo los Gobiernos italiano o portugués nunca se han hecho uso de esa facultad, y el Gobierno alemán, de 36.000 supuestos de concentración, sólo en 16 ocasiones se ha desviado de la decisión del Bundeskartellamnt.

He querido destacar algunos de los aspectos más significativos de la Ley de 3 de julio pasado, que, al crear la Comisión de Defensa de la competencia no se ha limitado a sustituir el anterior sistema de doble autoridad por el de autoridad única, sino que se ha preocupado especialmente de dotar a la nueva autoridad de los instrumentos necesarios para llevar a cabo su función, que, en definitiva consiste en asegurar que el libre funcionamiento del mercado no quede alterado por conductas contrarias a la libre competencia.

Porque, como ha destacado nuestro Tribunal Constitucional y recoge el preámbulo de nuestra Ley, el principio de la libre competencia constituye un elemento definitorio de la economía de mercado y, por lo tanto, está incardinado en el artículo 38 de nuestra Constitución. Por lo tanto cualquier esfuerzo que se haga a favor de introducir más competencia en el mercado, o cualquier refuerzo que se haga a favor de fortalecer los poderes de las autoridades encargadas de velar porque la competencia no quede alterada, será un esfuerzo por fortalecer el funcionamiento del libre mercado. Y de esta afirmación se pueden obtener importantes consecuencias.

No voy a insistir en los beneficios que la libre competencia reporta al conjunto de los ciudadanos. Hoy son muy pocos los que ponen en duda, y además lo hacen con escasos argumentos, que los mayores beneficiarios de la competencia son los consumidores. Pero no sólo porque en competencia se obtienen mejores precios que en una situación de monopolio, sino porque supone un elemento indispensable para conseguir el aumento de la eficiencia de las empresas. Si el empresario no se ve sometido a la presión de sus competidores se acostumbrará a llevar una vida fácil y carecerá de incentivos para innovar, ofreciendo más y mejores productos a los consumidores.

Al tiempo, la competencia fuerza a las empresas instaladas en los mercados a ser más eficientes, es decir a introducir mejoras en sus procesos internos con el objetivo de abaratar costes. Además, la competencia permite la entrada en los mercados a empresas más dinámicas y competitivas, de modo que las empresas más dinámicas y eficientes irán ganando cuotas de mercado en detrimento de las más ineficientes. Pero, sobre todo, la competencia beneficia a los consumidores, que cuentan con mayores posibilidades de elección, y pueden encontrar en el mercado productos y servicios que se ajustan más a sus necesidades, sus niveles de renta y sus gustos. Y esos productos y servicios tenderán a ser de mayor calidad y a venderse a precios inferiores. E incrementará el salario real de los trabajadores en la medida en la que, con igualdad de salario podrán comprar más productos, o gastar menos parte de su salario en adquirir los mismos bienes.

También se puede indicar, desde un punto de vista más macroeconómico, que la competencia, a través del estímulo a la eficiencia productiva, la innovación y la correcta asignación de recursos, genera un aumento de los niveles de inversión y coadyuva a un crecimiento económico sostenido y a la creación de empleo. Finalmente, la mayor flexibilidad de la oferta a que da lugar, hace que los periodos de expansión económica, el riesgo de inflación sea menor, al tiempo que es el principal motor de la competitividad de una economía.

Queda pues por encima de cualquier duda que la competencia comporta crecimiento, innovación, pero sobre todo, beneficios para los consumidores. Por lo tanto cualquier debate acerca de la competencia trasciende del mero campo económico para entrar a formar parte del debate político general. Y por entrar en ese campo, el beneficio de los consumidores, el trasvase de renta de los empresarios a los trabajadores, la rebaja de la inflación son objetivos que pueden ser acogidos por la totalidad de los partidos políticos. Y si se quiere, frente a una visión simplista que considera que las cuestiones de la competencia sólo interesan a los partidos de derecha, los hechos vienen a demostrar que esos mensajes, que suponen poner de manifiesto los beneficios que la política de la competencia comporta para el conjunto de los ciudadanos, son igualmente asumidos por la otra parte del espectro político.

Tal vez esa afirmación quedaría confirmada por los hechos si tenemos en cuenta que, en materia de competencia, se han producido avances tanto en períodos de gobierno socialista como durante los gobiernos del Partido Popular. Por un lado, hay que destacar que las dos leyes de la competencia aprobadas durante la democracia, la de 1989 y la de 2007 han sido aprobadas en períodos de gobierno socialista, si bien es cierto que con apoyo unánime de la cámara. Es cierto igualmente que en el período del Gobierno Aznar se llevaron a cabo un buen número de reformas parciales de la Ley, y, sobre todo un considerable incremento de los medios puestos a disposición de las autoridades de competencia para llevar a cabo sus funciones. En consecuencia no resulta extraño afirmar que el compromiso con la competencia está presente en las dos partes del espectro político nacional. E incluso, aunque a algunos simplistas les pueda llamar la atención, si nos atenemos a las reformas legislativas, se puede afirmar que las mayores iniciativas han sido llevadas a término durante los gobiernos socialistas.

Como he indicado con anterioridad, la nueva Ley de Defensa de la Competencia ha sido aprobada recientemente por unanimidad. Este hecho y el hecho de que debate de la competencia a ninguna de las fuerzas políticas le resulta ajeno, permite afirmar que existe un amplio grado de consenso sobre los beneficios que para los ciudadanos conlleva una vigorosa política de la competencia. Ello supone un estímulo, al tiempo que permite que las autoridades de la competencia puedan realizar su trabajo al amparo de las tormentas políticas.

Es cierto que, aquí en España, no ocurre como en otras latitudes, en Francia sin ir más lejos, en las que la palabra competencia no parece despertar pasiones. E incluso quien ha accedido al poder con un discurso liberalizador, como Sarkozy, se ve obligado a llevar a cabo atentados contra su propio discurso, por ejemplo suprimiendo del Tratado la referencia a la competencia como principio rector de la política de la Unión Europea. ¡Esa idea de muchos franceses reflejada en el pacto republicano en el que la empresa pública y el proteccionismo se convierten en la esencia de la Patria!. No hace mucho un asistente a una reunión de un Consejo Europeo me relataba la perplejidad de observar como un antiguo comunista como Mássimo d’Alema –entonces primer ministro de Italia- defendía ardorosamente la política liberalizadora mientras un conservador como Chirac se oponía a ella.

En España no resulta impropio afirmar que los principios de libertad económica, de mercado, de competencia en definitiva, no resulta extraños al campo de la izquierda política. Es cierto que puede haber una izquierda antiliberal, de la misma forma que ha existido una derecha antiliberal en lo económico. ¿O acaso tendré que recordar que CAMPSA la creó Primo de Rivera y el INI, Franco?. Pero también han existido liberales de derecha, y muchos liberales de izquierda. ¿Qué era Azaña sino un liberal de izquierdas?. E incluso en el seno del PSOE hubo desde los primeros momentos un sector liberal, por influencia del krausismo, cuyo principal exponente fue Fernando de los Ríos. Pero al lado de ellos, también nos encontramos en el campo de la izquierda española el eco de ciertos resabios del más rancio de los intervencionismos, es decir un discurso a favor de la empresa pública, de la presencia del Estado en la economía, no como regulador sino como partícipe, y, en definitiva un discurso, si no antimercado, si al menos ciertamente reticente con el mismo. Valga un ejemplo.

Hace años, concretamente en el año 1986 si no recuerdo mal, tuve ocasión de presenciar en estas mismas salas del Club Siglo XXI un debate entre Michel Rocard y un político español del campo de la izquierda. Acabábamos de ingresar en la entonces Comunidad Europea y podrán ustedes recordar perfectamente el espíritu de aquellos días y cómo considerábamos que habíamos dado el paso definitivo para entrar en la modernidad. También recordarán que Rocard pertenecía al sector más descentralizador y liberal del socialismo francés, un tanto lejos del jacobinismo imperante en su Partido, y quizás deberíamos decir que en Francia en general. Rocard acababa de abandonar el cargo de Primer Ministro porque el Partido Socialista había perdido las elecciones si no recuerdo mal en ese mismo año 1986. El caso es que Rocard había venido al Club a hablarnos de Europa y cuando se invitó al político español al que me refiero a preguntarle sobre política europea le dijo algo así como que, al fin y al cabo la Comunidad Europea era conservadora, y como prueba de su afirmación se refirió a que la mayor parte de sus normas y decisiones se referían a la competencia. Es decir así, de golpe y porrazo, situó la política de la competencia en el campo de la derecha. Pero, afortunadamente, esas reticencias, si han existido, posiblemente anidarán en el pensamiento de muchos pero no ha tenido reflejo en la acción de gobierno durante los mandatos socialistas.

Por ello no resulta extraño afirmar que las políticas de liberalización o de las privatizaciones, comenzaron durante los gobiernos de Felipe González, si bien culminaron durante el Gobierno Aznar. Y sin embargo, aunque no conozco datos de encuestas realizadas al respecto estoy seguro que la percepción de los ciudadanos es que la mayor política de liberalización se llevó a cabo durante el Gobierno de Aznar. En honor a la verdad el reparto debería hacerse entre ambos, pero tal vez aquí se ocurra la misma paradoja que, hace años señalaba Miguel Ángel Fernández Ordóñez, se había producido en los Estados Unidos, donde Carter había llevado a cabo una vigorosa política de liberalización , y, sin embargo, era Reagan el que había pasado a la historia como el gran liberalizador. Tal vez la razón se encuentre en el hecho de que hay a muchos políticos socialistas que no acompañan a la política liberalizadora un discurso a favor de la libertad económica, sino más bien una defensa del proteccionismo. Con frecuencia hay que recordar que en los Estados Unidos el partido “pro market”, es decir el defensor del mercado y la competencia,es el Partido Demócrata y no el Republicano, y que, precisamente durante las Administraciones Republicanas la política de la competencia queda considerablemente debilitada.

Indudablemente por el hecho de que, al menos en la actualidad, tanto la derecha como la izquierda sean liberales, se puede afirmar con total seguridad que, es España, el principio de la libertad de mercado forma parte integrante de los principios admitidos por las fuerzas políticas en España, y ello explica que las cuestiones relacionadas con la competencia, especialmente las normas relativas al fortalecimiento de las autoridades encargadas de protegerla, obtengan un gran apoyo en el Parlamento, lo cual no siempre ocurrido en algunos de los países de nuestro entorno, aunque desde hace algunos años se viene observando un imparable proceso a favor del reconocimiento de la importancia de la política de la competencia en la mayor parte de los países europeos, y no sólo en nuestros nuevos socios del Este. Sin ir más lejos en Austria en actual gobierno de coalición entre democristianos y socialdemócratas ha incluido en su programa un capítulo referido a reforzar la política de la competencia. Y ello por no hablar de los países nórdicos en los que desde hace tiempo los partidos de la izquierda, durante largos años hegemónicos, han huido siempre de planteamientos estatalistas.

Con anterioridad ya he realizado algunas referencias a lo que ocurre en Francia en donde precisamente el ideario colectivo incluye una serie de principios tales como la defensa de la empresa pública y restringir al máximo las políticas de liberalización. Es cierto que en las recientes elecciones presidenciales, Sarkozy se presentó con un programa liberalizador frente al mensaje tradicional de Segolène Royal. Por cierto que desde estos pagos se quiere presentar el atractivo que el nuevo Presidente francés ha despertado en algunos medios de la izquierda como el resultado de una especie de mezcla de maniobras y ambiciones de algunos. Sinceramente no creo que sea así, sino más bien el hecho de que una cierta izquierda liberal se ha cansado de luchar, con escaso éxito, contra el cuerpo doctrinal obsoleto de la izquierda francesa, preñado de mensajes antiliberales. Bien es cierto que la derecha francesa también parece beber en similares fuentes y por ello el Presidente francés ha adoptado algunas decisiones, como la ya mencionada de suprimir el objetivo de la competencia en el nuevo Tratado, pero confío que ello haya sido simplemente una especie de brindis al sol.

En el Reino Unido tras los años de Thatcher en los que se identificó la derecha con el pensamiento liberal, la llegada al poder de Blair y su nuevo laborismo ha supuesto la asunción inequívoca por la izquierda de los principios de la libertad económica.

En Italia se está produciendo la gran paradoja de que el nuevo gobierno de centroizquierda es el que está llevando a cabo un claro proceso liberalizador, no sin ciertas dificultades, que ni siquiera intentó Berlusconi en sus años de gobierno. Es especialmente digno de mención el esfuerzo realizado por el partido heredero del antiguo Partido Comunista a favor de esa política. Fiel reflejo de ese sesgo lo constituye un libro recientemente publicado por un profesor de la Universidad de Harvard, Alberto Asesina, y otro de la Universidad Bocóni, de Milán, Francesco Giavazzi, con el sugestivo título “Il liberismo è di sinistra” en el que, en términos acertadamente provocativos y tremendamente sugerentes, tras afirmar que la meritocracia, la liberalización de los mercados, las reformas del mercado de trabajo y la reducción de los gastos públicos son de izquierdas, termina afirmando que la empresa pública y el capitalismo de Estado no son de izquierdas.

¿Verdaderamente podríamos decir que en España ese debate está superado?. No es una cuestión de blanco o negro. Anteriormente he asegurado, y lo reafirmo ahora, que los principios de liberalización y competencia han sido asumidos íntegramente en España, pero, sin embargo, sería erróneo concluir que todo esta hecho. Las medidas concretas de liberalización en sectores concretos siguen estando llenas de dificultades. Se ha producido una política liberalizadora, pero justo es reconocer que ¡queda tanta letra pequeña por reformar! Y todavía en esa letra pequeña se ocultan regulaciones ineficientes y mantenimiento de los privilegios, por lo que no resulta extraño que cualquier intento de cambio encuentre dificultades por la resistencia que siguen oponiendo quienes quieren defender los privilegios basados en una regulación inadecuada, sus rentas de monopolio, la regulación que les asegura el trasvase de rentas de los consumidores, las ayudas públicas ineficientes, las restricciones a la competencia, las barreras de entrada……. O quien quiera crear o fortalecer campeones nacionales, que de nada sirven si se construyen sobre la base de la explotación de los consumidores.

Por ello es tarea de todos, y por supuesto, también de la Comisión Nacional de la Competencia, descubrir qué intereses se encuentran detrás de las resistencias a las reformas. Informar a los ciudadanos cuánto les cuesta el mantenimiento de los privilegios de los pocos. Y vencer resistencias al cambio. Y, en definitiva, esperar, con Keynes que, a la larga, la fuerza de las ideas prevalezca sobre la inercia de los intereses creados.

CONFERENCIA CLUB SIGLO XXI

LA COMPETENCIA: UN COMPROMISO CON EL MERCADO

Luis Berenguer Fuster.

Hace ahora poco más de dos año, cuando tomé posesión como Presidente del Tribunal de Defensa de la Competencia, anuncié que iba a ser el último Presidente de ese organismo que había sido creado en el año 1963. Se encontraba en aquellos momentos en pleno debate un importante documento elaborado por el Gobierno con la finalidad de promover la participación de la comunidad académica, profesional y empresarial acerca de la modificación del sistema anti-trust español. Se trataba del “Libro Blanco para la reforma del sistema español de Defensa de la Competencia”, y en él ya se anunciaba la creación de una nueva autoridad que iba a modificar el tradicional esquema español de autoridad doble: Servicio y Tribunal de Defensa de la Competencia, y la creación de un nuevo organismo que asumiera las competencias de los dos anteriormente existentes y que, previsiblemente, iba a ser denominado como Comisión Nacional de la Competencia. La creación de ese nuevo organismo implicaba, necesariamente, la desaparición del Tribunal de Defensa de la Competencia y de ahí que mi anuncio realizado en octubre de 2005 estuviera respaldado por la existencia de ese documento que estaba siendo objeto de debate.

Han pasado más de dos años y hoy en día el anuncio se ha visto respaldado por la realidad. El pasado 4 de julio el Boletín Oficial del Estado publicó la Ley 15/2007, de 3 de julio, de Defensa de la Competencia que entró en vigor el día 1 del pasado mes de septiembre, y con ella comenzó su andadura la anunciada Comisión de Defensa de la Competencia. Quiero resaltar desde el primer momento que, aunque a algunos les pueda parecer insólito en la presente legislatura, la nueva Ley ha sido aprobada por unanimidad, lo cual habla mucho a favor del compromiso de la totalidad de las fuerzas políticas españolas con el mercado y la competencia. Por ello hoy me cabe el honor de dirigirme a todos ustedes no por haber sido el último Presidente del TDC, sino justamente por ser el primer Presidente de la nueva autoridad, la Comisión de Defensa de la Competencia. Y precisamente por ello me voy a permitir desgranar en esta prestigiosa tribuna del Club Siglo XXI una serie de características de la nueva legislación, al tiempo que me voy a permitir realizar en voz alta una serie de reflexiones sobre la competencia y el mercado.

La primera legislación española en materia de competencia fue una Ley del año 1963, que respondía al rimbombante nombre de Ley de Represión de las Prácticas Restrictivas de la Competencia. Sí, parece insólito que en momentos en los que tibiamente se estaba saliendo de la autarquía económica, nuestro país se dotara de una autoridad anti-trust. Pero no resulta tan insólito si tenemos en cuenta que el Estado español se había comprometido a ello en los Acuerdos Hispano-norteamericanos que pocos años antes se habían firmado. Le exigencia de una legislación encargada de velar porque el mercado no quede alterado por conductas anticompetitivas ha sido muy recurrente para todos aquellos países que quieren entrar a formar parte de organismos internacionales de contenido económico, y así fue para el nuestro. Baste con recordar que el disponer de legislación y autoridades de competencia es una exigencia para quienes quieren entrar a formar parte de la Unión Europea, o bien que esa misma exigencia la realiza el Banco Mundial a los países a los que presta asistencia. Pero antes de eso, es bien sabido que los Estados Unidos impulsaron esta legislación en Europa tras la II Guerra Mundial, como bien refleja la frase tan citada del Maestro Garrigues cuando afirmó que los soldados americanos que vinieron a luchas a Europa trajeron en sus mochilas la legislación de la competencia. En algunos supuestos tal impulso, por no decir exigencia, respondía a un objetivo político. La legislación alemana anterior a la guerra había promovido el fortalecimiento de grandes trusts industriales que habían fomentado el armamentismo, y por lo tanto era necesario limitar su poder si se quería asegurar una política de paz. En otros casos, los Estados Unidos anunciaban que los inversores americanos no invertirían en países que no tuvieran esa legislación. El caso es que el modelo de la Sherman Act se iba imponiendo y hoy en día es una realidad tanto en el mundo desarrollado como en el que está en vías de desarrollo. El caso es que allá por el año 1963, antes incluso que otros países de nuestro entorno, España se dotaba de una legislación de competencia e incluso creaba autoridades encargadas de vigilarla: los ya citados Servicio y Tribunal, éste último por cierto siguiendo un modelo de autoridad independiente que resultaba insólito para la época.

La competencia es consustancial a la existencia del mercado. No es posible competencia sin mercado, pero tampoco es posible un mercado sin competencia. En situación de monopolio el mercado no funciona, pero tampoco funciona cuando quienes participan en el mercado se ponen de acuerdo para restringir la competencia, para no competir, para repartirse los territorios o pactar precios. Por eso las autoridades de la competencia son las encargadas de perseguir aquellas situaciones que tan gráficamente describía Adam Smith: “las personas de un mismo ramo rara vez llegan a reunirse, aunque sólo sea con fines de jolgorio y diversión, sin que la conversación termine en una conspiración contra el público, o en alguna maquinación para elevar los precios”.

Precisamente por ello, desde la primera legislación en materia de competencia, la principal actividad de las autoridades encargadas de la materia ha consistido en velar por el funcionamiento del mercado, por que las reglas del mercado no quedaran alteradas por quienes disponían de poder para ello, bien fuera por quienes dispusieran de ese poder por sí solos y abusaran de su posición dominante, bien por haber adquirido tal poder de mercado mediante acuerdos colusorios. La historia de la actividad de las autoridades españolas de la competencia está llena de ejemplos de las sanciones impuestas a quienes han infringido las normas de la competencia, pero un análisis de las resoluciones lleva fácilmente a la conclusión de que si bien son todos los que están, tal vez no estén todos los que son. Y cuando afirmo esto me limito a realizar en voz alta una reflexión. ¿Creen ustedes que todos los cárteles que han existido en España han sido sancionados?. Simplemente me permito dudarlo. Incluso un análisis de los sectores afectados lleva a la conclusión de que la mayor parte de las empresas condenadas son pequeñas empresas. En el pasado se decía que el TDC se dedicaba, exclusivamente a perseguir a panaderos y quiosqueros, y no les faltaba razón a quienes realizaban esa observación, bien fundada en el análisis de las resoluciones del Tribunal y de los sectores a los que pertenecían las empresas que en ellas resultaban condenadas. Pero esa realidad ponía de manifiesto algunos puntos dignos de resaltar. En primer lugar que la cultura de la competencia ha ido introduciéndose en España con dificultad, e incluso en determinados sectores, fundamentalmente pequeñas y medianas empresas, no existe. Con frecuencia se afirma que el empresario odia la competencia, y con ciertos matices puede pensarse que quienes tal afirman no carecen de razón. Se prefieren las exclusivas, los repartos geográficos, los pactos de precios….. En definitiva, la vida fácil, evitando situaciones que a veces se califican como “odiosas guerras de precios”. Con frecuencia relato una anécdota que me ocurrió a mi mismo. Un empresario con el que tenía una cierta amistad me invitó a visitar las instalaciones de su empresa allí por el año 2000. Partiendo prácticamente de cero había conseguido convertirse en la segunda empresa del sector. Cuando ya nos despedíamos le pregunté por los esfuerzos que tendría que hacer para conseguir mantenerse en un mercado muy competitivo, a lo que me respondió: “Hasta hace poco lo hemos pasado fatal porque había una guerra de precios feroz, pero ahora lo primero que hago por la mañana es llamar a la empresa líder del sector y nos ponemos de acuerdo con los precios”. ¡Y eso lo afirmaba sin pudor precisamente a quien hasta un año antes había sido Vicepresidente del TDC!. Pero de esa anécdota quiero sacar una conclusión. Ese empresario no era consciente de la ilegalidad de su actuación, y por eso no tenía ningún inconveniente en confesar su conducta de forma paladina. Y de ese hecho se deducen otras conclusiones. La competencia puede resultar odiosa para muchos empresarios, tanto grandes como medianos y pequeños, pero mientras que los primeros conocen la ilegalidad de las conductas anticompetitivas y o bien no cometen ilegalidades…, o si las cometen se cuidan de no dejar rastros de tales conductas, los pequeños no tienen inconvenientes de reconocer lo que hacen, precisamente porque no son conscientes de la ilegalidad de su conducta y por eso dejan rastros, dejan pruebas que hacen más fácil su detección. Y de ahí que sean sancionados con mayor frecuencia. No puedo dejar de contarles que no hace mucho pasé un sábado en mi tierra y aproveché para ir a la peluquería. Allí me corté el pelo bajo el cartel de una asociación profesional en el que se especificaban los precios aprobados para los diferentes servicios. Al terminar fui a recoger mi automóvil y al ir a pagar el precio del aparcamiento pude comprobar que en la propia cabina de pago había un cartel que daba a conocer los precios aprobados por la asociación de empresarios de la provincia. ¿Para qué seguir?. Y ello aunque tenga que reconocer que, incluso entre los pequeños empresarios, el conocimiento de la ilegalidad de determinadas conductas es cada vez mayor.

Pero, a la par, es decir mientras se va ampliando el conocimiento de la ilegalidad de determinadas conductas o las actuaciones de las autoridades de la competencia persiguiéndolas, los infractores intentan dejar menores rastros de sus actuaciones. Y, en consecuencia, se dificulta la labor de quienes estamos encargados de evitarlas. Es cierto que todavía nos encontramos con el hecho de que determinados acuerdos, por ejemplo, de reparto de mercado, se recogen en actas de una Asociación profesional. O bien que en la comparecencia en un expediente de concentración el notificante justifique la compra de la empresa adquirida en el hecho de que estaba instalada en una zona en la que el adquirente no operaba con anterioridad porque tenía el pacto de respetar el territorio de otro competidor. Pero verdaderamente no siempre es todo tan sencillo. Las actas se guardan en otros lugares, o bien no se recogen los acuerdos ilícitos en tales actas. O, como he tenido ocasión de repetir últimamente con una cierta frecuencia, las conductas ilícitas revisten cada vez un mayor grado de sofisticación. Como podría ser el aparentemente aséptico pronóstico de que determinados acontecimientos pueden ocasionar un incremento de los precios, incremento que se llega a cuantificar. Si ese anuncio, realizado no por un estudioso del mercado sino por el representante de una asociación empresarial o bien por la empresa líder del sector, es seguido por el sector, hay muchos que opinan que se trata de una conducta contraria a la competencia que debería ser perseguida. Pero que nadie se llame a engaño. La Comisión Nacional de la Competencia no es la desaparecida Junta Superior de Precios ni tenemos una función de vigilar los incrementos de precios. Nosotros perseguimos si se producen coordinaciones de conductas para facilitar o propiciar comportamientos paralelos en materia, por ejemplo, de precios, aunque sólo sea para que la igualdad de precios a la que lleva irremediablemente el mercado se alcance con mayor anticipación o, por lo menos, con menor coste. Y aunque esa coordinación no adopte la forma de un acuerdo escrito, firmado y rubricado, sino formas mucho más sofisticadas, no les debe quedar ninguna duda a los infractores que actuaremos con firmeza. Porque la competencia nos dice que en un buen número de ocasiones, cuando un empresario sube los precios en un mercado competitivo, debe tener una fundada confianza que sus competidores van a hacerlo también, porque, de no ser así, los clientes y consumidores desviarían sus adquisiciones hacia quienes mantuvieran una política de no incremento de precios. Y eso querrá evitarlo. Pero esa confianza de cual ha de ser el comportamiento de sus competidores en un buen número de supuestos se obtiene mediante intercambio de información, prácticas concertadas, en definitiva mediante conductas ilícitas. Por ello no están desencaminados quienes piensan que cuando un sector incrementa al unísono e idénticamente los precios muy por encima de lo que pudiera estar justificado por el aumento de los de las materias primas, puede existir algún tipo de coordinación que debe ser perseguida por las normas de la competencia. Pero sin olvidar, y quiero insistir en ello, que la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia no es una Comisaría de precios.

Pero de esta observación se pueden deducir otras conclusiones. La primera de ellas de las dificultades que las autoridades de la competencia tienen para investigar las conductas anticompetitivas, particularmente los cárteles que son las conductas más dañinas. Los recursos son limitados y cuando las conductas revisten formas cada día más sofisticadas, la actuación de su investigación resulta dificultosa. Precisamente siendo conscientes de ello, la Comisión Europea, aprobó desde el año 1996 diferentes programas de lo que se ha denominado “clemencia”, leniency” en inglés, que pueden resultar novedosos en el Derecho continental europeo, particularmente en el de los países latinos, pero que tienen honda raigambre en el mundo anglosajón. Se trata de eximir del pago de las multas, o en algunos casos reducirlas considerablemente, a quienes faciliten pruebas que permitan la persecución y condena de cárteles de los que hayan formado parte. Es cierto que en España tal práctica puede resultar novedosa –ha habido quien la ha calificado de éticamente reprobable- y tenga que soportar la crítica de un bagaje cultural que muestra escaso aprecio hacia los delatores, pero no es menos cierto que la puesta en marcha de estos programas ha permitido a la Comisión Europea detectar un buen número de cárteles y poner fin a prácticas que resultan tremendamente dañinas para el funcionamiento del libre mercado, y, por ello, para los consumidores. En definitiva para el conjunto de los ciudadanos.

Al aprobar la nueva Ley, el legislador español ha sido consciente de esta realidad y por ello ha dotado a la Comisión Nacional de la Competencia de este instrumento, cuya aplicación esperamos sirva para detectar cárteles que permanecen ocultos, y que, pasado un cierto tiempo, podamos afirmar que, como le ocurre a la Comisión Europea, la mayoría de los cárteles detectados lo han sido gracias a la aplicación de estos programas de clemencia.

Pero los nuevos instrumentos y facultades no quedan ahí. La nueva Ley ha incrementado los poderes de investigación de la Comisión para la detección de las conductas anticompetitivas, y permitirá el incremento de las multas. Aunque propiamente hablando no se puede afirmar que la Ley ha incrementado el importe de las multas, que pueden llegar hasta el diez por ciento de la cifra de negocios de la empresa sancionada, como ocurría con anterioridad, no es menos cierto que la nueva Ley contiene instrumentos que permitirán un incremento del importe de las sanciones. Se puede señalar que constituye un objetivo de la CNC que se pueda cumplir una meta ya reflejada en la legislación de carácter general: que el importe de la multa sea superior al beneficio que el infractor ha obtenido por su conducta ilícita. En definitiva que a nadie le resulte rentable la infracción de las normas de la competencia.

Pero que nadie se lleve a engaño. Ninguno de quienes componemos la Comisión Nacional de la Competencia nos sentimos satisfechos imponiendo multas. Todos preferiríamos que no existieran conductas contrarias a la libre competencia, pero para conseguir ese objetivo es necesario el poder de disuasión de los expedientes sancionadores. Aun cuando no sólo ello. Con anterioridad me he referido a la falta de cultura de la competencia en España. La verdad es que si los ciudadanos tuvieran consciencia de los daños que producen las restricciones a la competencia nos pedirían incluso que las sanciones se incrementaran muy por encima del nivel actual. Uno de los iluminados españoles del Siglo XVIII, Francisco de Cabarrús hacía alusión a las dificultades para introducir la libertad de comercio en España, que se sustentaban “en el interés de unos pocos y la ignorancia de los muchos”, y lo mismo podría decirse ahora de las dificultades para introducir competencia en España. Pero incluso me permitiría añadir que existen algunos infractores de las normas de la competencia que no son conscientes de los efectos dañinos de sus conductas. Por ello es muy importante ir extendiendo el conocimiento de los beneficios que pueden obtenerse de la ampliación de la competencia, y los efectos dañinos de sus restricciones. En definitiva, realizar una tarea de “advocacy” o promoción de la competencia. Se trata, en consecuencia de intentar contrapesar el poder de los lobbies que intentan presionar al poder político, a los funcionarios, a la sociedad en general para defender sus privilegios. Los enemigos de la competencia tienen a su favor poderosos instrumentos para transmitir el mantenimiento del statu quo, para oponerse a cualquier cambio que pueda repercutir en su cuenta de beneficios. Para ello se entrevistan con políticos y funcionarios, tienen gabinetes de prensa capaces de transmitir mensajes favorables a sus intereses, pero sobre todo se encuentran con un gran aliado en la tendencia a que nada cambie. Con frecuencia las políticas de liberalización y competencia suponen la pérdida de privilegios de algunos y no sólo de los empresarios, y aunque a medio plazo tengan efectos beneficiosos para la inmensa mayoría, a corto plazo pueden producir damnificados que se movilizarán en defensa de los intereses, pudiendo transmitir un equívoco mensaje sobre los efectos de una política de liberalización. Hay un mensaje que con frecuencia se compra bastante bien desde las filas políticas: si algo funciona, no lo cambies. Lamentablemente aunque ese teórico buen funcionamiento se base en el mantenimiento de privilegios de los pocos y en la explotación de los muchos.

Un ejemplo de esta afirmación lo tenemos en lo ocurrido con la legislación restrictiva en materia de comercio, que la mayor parte de las veces ha sido aprobada por la totalidad de las fuerzas políticas. Se presenta la necesidad de ayudar al pequeño comercio con medidas que restringen la libertad de apertura de grandes establecimientos comerciales o que limitan la libertad de horarios. La limitación de apertura a los grandes establecimientos supone un trasvase de rentas de los consumidores a favor, en teoría, del pequeño comercio y, en la práctica, del que consigue la licencia de apertura o del ya instalado. Es decir una situación injusta que, extrañamente, recibe el apoyo de muchos. Pero los políticos temen las reacciones del pequeño comercio o, cuando se trata de establecer libertad de horarios de los sindicatos que defienden el descanso de los trabajadores del comercio, y en lugar de pensar que la libertad comercial beneficia a los consumidores, aumenta la oferta y el empleo, mantienen el statu quo, o, en el mejor de los casos, lo modifican lentamente. Sorprendentemente existen pocas voces que se encarguen de transmitir que incrementar la oferta comercial puede conllevar aumento de la oferta y precios más bajos, o que la libertad de horarios comerciales repercutirá favorablemente no sólo en el aumento de las opciones de los consumidores, sino también en el incremento del empleo. O que pongan de manifiesto que las restricciones comerciales han producido un cambio de formato –de gran superficie al supermercado- mientras que los pequeños comerciantes siguen desapareciendo. Pocas veces podrán encontrarse ejemplos de una legislación tan negativa para los intereses de los consumidores y que se haya evidenciado tan incapaz de resolver los problemas del colectivo protegido –los pequeños comerciantes-. Y estas observaciones que de forma repetida ha venido haciendo el Tribunal de Defensa de la Competencia desde que se aprobó en el año 1996 la Ley de Ordenación del Comercio Minorista puede volver a estar de actualidad en estos momentos en los que los alimentos, junto con los productos petrolíferos, han provocado que se haya disparado el índice de precios al consumo. Este hecho, unido a la necesidad de transponer la Directiva de Liberalización de los Servicios, constituye una ocasión única para derogar esa legislación comercial restrictiva de la libertad de establecimiento, o bien de la libertad de horarios. Al suprimir las restricciones comerciales se incrementará la competencia y se reducirán los precios. Pero mucho nos tenemos que al estar en un momento preelectoral no habrá ninguna actuación en tal sentido o bien que las excepciones que permite la Directiva de Servicios en materia de urbanismo o de medio ambiente se convertirán en los pilares en los que fundamentarán sus normas los enemigos de la libertad económica. Y sin embargo los políticos deben tener en cuenta algunos elementos que hace que acreciente mi confianza en la especie humana. Como todos ustedes saben el Gobierno de centro-izquierda de Romano Prodi ha iniciado en Italia una política de liberalización, que desde luego no es más amplia porque de la coalición gobernante también forman parte quienes no son muy partidarios de la política de liberalización. Pues bien en un reciente sondeo esa política liberalizadora, que ha dado lugar a huelgas de los sectores que han visto sus privilegios amenazados, es la más popular de todas las del gobierno Prodi. Y ello porque los consumidores se han percatado que ellos, la inmensa mayoría, se han visto beneficiados por la política de liberalización. O tal vez porque los consumidores se han cansado de vivir en una sociedad dominada por los lobbies.

Es cierto que, conforme puso en su momento de manifiesto el Presidente Kennedy existe un desequilibrio entre el poder de los lobbies y el de los consumidores. Por eso las autoridades de la competencia, y en nuestro caso la CNC, deben llevar a cabo una actividad de promoción de la competencia que tenga como objetivo contrarrestar el poder de los lobbies, poner a disposición de los consumidores los medios a nuestro alcance para defender sus intereses; conseguir, en definitiva, que el conjunto de los ciudadanos sean conscientes de los efectos dañinos que se derivan de la falta de competencia. Ello no olvidando que hemos de conseguir que las normas y los actos administrativos dejen de amparar restricciones de la competencia.

Esta tarea de promoción de la competencia ha de convertirse en una actividad primordial de la Comisión de Defensa de la Competencia, y a ella deberemos dedicar nuestros mejores recursos. Pero sería injusto olvidar que, en el pasado, el Tribunal de Defensa de la Competencia ha realizado una importante labor en esta materia. Como ejemplo de esta labor me gustaría recordar al que se le dio un dieciochesco título, sin duda para enlazar con la tarea que para abrir el mercado español, y tal vez también las mentes de los españoles, habían realizado los iluminados españoles de finales del siglo XVIII. Me refiero al informe “Remedios políticos que pueden favorecer la libre competencia en los servicios y atajar el daño causado por los monopolios” del año 1993, que analizó las dificultades de las reformas estructurales, estableció criterios para las políticas de liberalización y formuló recomendaciones, tanto de carácter general como específicas. Pasados cerca de quince años desde la aprobación de este informe resulta edificante analizar cómo ha cambiado la regulación española y cuántas de aquellas recomendaciones se han llevado a cabo, modificando la legislación en muchos aspectos, eliminando rigideces y, en definitiva, poniendo de manifiesto las ventajas que para los consumidores se deducen de la actuación de una autoridad de competencia. Porque no se puede olvidar que buena parte de las restricciones de competencia vienen impuestas por la mala regulación. Por ello, la Comisión Nacional de la Competencia se propone aprovechar las nuevas posibilidades que la nueva Ley le permite para llevar a cabo una intensa labor de promoción de la competencia, no sólo dando a conocer los males que se producen para el interés general por las conductas anticompetitivas sino intentando introducir prácticas de lo que se denomina la “better regulation”, es decir, intentando por la vía de informes que cuando se regule se eviten situaciones de restricciones de competencia. En definitiva, como señalaba el informe de 1993 al que he hecho referencia, evitar que sean las propias normas, que deberán ser sometidas a un test de competencia, las que amparen situaciones anticompetitivas.

Pero para llevar a cabo esta tarea, la nueva Ley concede a la CNC un instrumento de particular importancia y que resulta especialmente novedoso. La Ley concede a la CNC la legitimación activa para impugnar ante la jurisdicción contencioso-administrativa todos los actos administrativos, sean del Estado, de las Comunidades Autónomas, o de los Ayuntamientos, que supongan restricciones a la competencia. Y no sólo los actos administrativos sino incluso las normas con rango inferior a Ley. En definitiva, la nueva Ley de Defensa de la Competencia dota a las autoridades de nuevos instrumentos para llevar a cabo la labor de promoción de la competencia.

Otro de los instrumentos que la legislación de la competencia pone a disposición de las autoridades para cumplir su misión consiste en el control de las concentraciones. Hace algunos años escribí que el debate sobre el alcance del control de las concentraciones era un debate diabólico, porque tanto los partidarios como los contrarios a un estricto control de las concentraciones tenían razones de peso. A ese control se opondrán los tradicionales defensores de las empresas fuertes, de los campeones nacionales, y también, a veces situados en el extremo contrario, quienes consideran que la decisión de fusionarse, de adquirir otra empresa, en definitiva de concentrarse, constituye una decisión realizada en virtud del principio de libertad de empresa, y cualquier intervención del Estado en ese campo constituye un atentado a la libertad de empresa. Bien, no voy a extenderme en ese debate que puede resultar interminable, pero no por ello voy a dejar de destacar que la nueva Ley de Defensa de la Competencia ha dado nuevos pasos a favor de la participación de las autoridades independientes en el control de las concentraciones, en la medida en la que, con el sistema anterior, el Gobierno decidía sobre si aprobaba, con o sin condiciones, o prohibía una operación de concentración, mientras que en la nueva Ley la decisión última, sometida naturalmente a revisión jurisdiccional, corresponde a la Comisión Nacional de la Competencia, con una competencia residual al Gobierno para desviarse de la decisión de la Comisión cuando se decida la prohibición o la aprobación con condiciones si concurren motivos de interés público. Esta competencia residual del Gobierno existe en otras legislaciones de nuestro entorno, pero ciertamente en pocas ocasiones se acude a ella. Por ejemplo los Gobiernos italiano o portugués nunca se han hecho uso de esa facultad, y el Gobierno alemán, de 36.000 supuestos de concentración, sólo en 16 ocasiones se ha desviado de la decisión del Bundeskartellamnt.

He querido destacar algunos de los aspectos más significativos de la Ley de 3 de julio pasado, que, al crear la Comisión de Defensa de la competencia no se ha limitado a sustituir el anterior sistema de doble autoridad por el de autoridad única, sino que se ha preocupado especialmente de dotar a la nueva autoridad de los instrumentos necesarios para llevar a cabo su función, que, en definitiva consiste en asegurar que el libre funcionamiento del mercado no quede alterado por conductas contrarias a la libre competencia.

Porque, como ha destacado nuestro Tribunal Constitucional y recoge el preámbulo de nuestra Ley, el principio de la libre competencia constituye un elemento definitorio de la economía de mercado y, por lo tanto, está incardinado en el artículo 38 de nuestra Constitución. Por lo tanto cualquier esfuerzo que se haga a favor de introducir más competencia en el mercado, o cualquier refuerzo que se haga a favor de fortalecer los poderes de las autoridades encargadas de velar porque la competencia no quede alterada, será un esfuerzo por fortalecer el funcionamiento del libre mercado. Y de esta afirmación se pueden obtener importantes consecuencias.

No voy a insistir en los beneficios que la libre competencia reporta al conjunto de los ciudadanos. Hoy son muy pocos los que ponen en duda, y además lo hacen con escasos argumentos, que los mayores beneficiarios de la competencia son los consumidores. Pero no sólo porque en competencia se obtienen mejores precios que en una situación de monopolio, sino porque supone un elemento indispensable para conseguir el aumento de la eficiencia de las empresas. Si el empresario no se ve sometido a la presión de sus competidores se acostumbrará a llevar una vida fácil y carecerá de incentivos para innovar, ofreciendo más y mejores productos a los consumidores.

Al tiempo, la competencia fuerza a las empresas instaladas en los mercados a ser más eficientes, es decir a introducir mejoras en sus procesos internos con el objetivo de abaratar costes. Además, la competencia permite la entrada en los mercados a empresas más dinámicas y competitivas, de modo que las empresas más dinámicas y eficientes irán ganando cuotas de mercado en detrimento de las más ineficientes. Pero, sobre todo, la competencia beneficia a los consumidores, que cuentan con mayores posibilidades de elección, y pueden encontrar en el mercado productos y servicios que se ajustan más a sus necesidades, sus niveles de renta y sus gustos. Y esos productos y servicios tenderán a ser de mayor calidad y a venderse a precios inferiores. E incrementará el salario real de los trabajadores en la medida en la que, con igualdad de salario podrán comprar más productos, o gastar menos parte de su salario en adquirir los mismos bienes.

También se puede indicar, desde un punto de vista más macroeconómico, que la competencia, a través del estímulo a la eficiencia productiva, la innovación y la correcta asignación de recursos, genera un aumento de los niveles de inversión y coadyuva a un crecimiento económico sostenido y a la creación de empleo. Finalmente, la mayor flexibilidad de la oferta a que da lugar, hace que los periodos de expansión económica, el riesgo de inflación sea menor, al tiempo que es el principal motor de la competitividad de una economía.

Queda pues por encima de cualquier duda que la competencia comporta crecimiento, innovación, pero sobre todo, beneficios para los consumidores. Por lo tanto cualquier debate acerca de la competencia trasciende del mero campo económico para entrar a formar parte del debate político general. Y por entrar en ese campo, el beneficio de los consumidores, el trasvase de renta de los empresarios a los trabajadores, la rebaja de la inflación son objetivos que pueden ser acogidos por la totalidad de los partidos políticos. Y si se quiere, frente a una visión simplista que considera que las cuestiones de la competencia sólo interesan a los partidos de derecha, los hechos vienen a demostrar que esos mensajes, que suponen poner de manifiesto los beneficios que la política de la competencia comporta para el conjunto de los ciudadanos, son igualmente asumidos por la otra parte del espectro político.

Tal vez esa afirmación quedaría confirmada por los hechos si tenemos en cuenta que, en materia de competencia, se han producido avances tanto en períodos de gobierno socialista como durante los gobiernos del Partido Popular. Por un lado, hay que destacar que las dos leyes de la competencia aprobadas durante la democracia, la de 1989 y la de 2007 han sido aprobadas en períodos de gobierno socialista, si bien es cierto que con apoyo unánime de la cámara. Es cierto igualmente que en el período del Gobierno Aznar se llevaron a cabo un buen número de reformas parciales de la Ley, y, sobre todo un considerable incremento de los medios puestos a disposición de las autoridades de competencia para llevar a cabo sus funciones. En consecuencia no resulta extraño afirmar que el compromiso con la competencia está presente en las dos partes del espectro político nacional. E incluso, aunque a algunos simplistas les pueda llamar la atención, si nos atenemos a las reformas legislativas, se puede afirmar que las mayores iniciativas han sido llevadas a término durante los gobiernos socialistas.

Como he indicado con anterioridad, la nueva Ley de Defensa de la Competencia ha sido aprobada recientemente por unanimidad. Este hecho y el hecho de que debate de la competencia a ninguna de las fuerzas políticas le resulta ajeno, permite afirmar que existe un amplio grado de consenso sobre los beneficios que para los ciudadanos conlleva una vigorosa política de la competencia. Ello supone un estímulo, al tiempo que permite que las autoridades de la competencia puedan realizar su trabajo al amparo de las tormentas políticas.

Es cierto que, aquí en España, no ocurre como en otras latitudes, en Francia sin ir más lejos, en las que la palabra competencia no parece despertar pasiones. E incluso quien ha accedido al poder con un discurso liberalizador, como Sarkozy, se ve obligado a llevar a cabo atentados contra su propio discurso, por ejemplo suprimiendo del Tratado la referencia a la competencia como principio rector de la política de la Unión Europea. ¡Esa idea de muchos franceses reflejada en el pacto republicano en el que la empresa pública y el proteccionismo se convierten en la esencia de la Patria!. No hace mucho un asistente a una reunión de un Consejo Europeo me relataba la perplejidad de observar como un antiguo comunista como Mássimo d’Alema –entonces primer ministro de Italia- defendía ardorosamente la política liberalizadora mientras un conservador como Chirac se oponía a ella.

En España no resulta impropio afirmar que los principios de libertad económica, de mercado, de competencia en definitiva, no resulta extraños al campo de la izquierda política. Es cierto que puede haber una izquierda antiliberal, de la misma forma que ha existido una derecha antiliberal en lo económico. ¿O acaso tendré que recordar que CAMPSA la creó Primo de Rivera y el INI, Franco?. Pero también han existido liberales de derecha, y muchos liberales de izquierda. ¿Qué era Azaña sino un liberal de izquierdas?. E incluso en el seno del PSOE hubo desde los primeros momentos un sector liberal, por influencia del krausismo, cuyo principal exponente fue Fernando de los Ríos. Pero al lado de ellos, también nos encontramos en el campo de la izquierda española el eco de ciertos resabios del más rancio de los intervencionismos, es decir un discurso a favor de la empresa pública, de la presencia del Estado en la economía, no como regulador sino como partícipe, y, en definitiva un discurso, si no antimercado, si al menos ciertamente reticente con el mismo. Valga un ejemplo.

Hace años, concretamente en el año 1986 si no recuerdo mal, tuve ocasión de presenciar en estas mismas salas del Club Siglo XXI un debate entre Michel Rocard y un político español del campo de la izquierda. Acabábamos de ingresar en la entonces Comunidad Europea y podrán ustedes recordar perfectamente el espíritu de aquellos días y cómo considerábamos que habíamos dado el paso definitivo para entrar en la modernidad. También recordarán que Rocard pertenecía al sector más descentralizador y liberal del socialismo francés, un tanto lejos del jacobinismo imperante en su Partido, y quizás deberíamos decir que en Francia en general. Rocard acababa de abandonar el cargo de Primer Ministro porque el Partido Socialista había perdido las elecciones si no recuerdo mal en ese mismo año 1986. El caso es que Rocard había venido al Club a hablarnos de Europa y cuando se invitó al político español al que me refiero a preguntarle sobre política europea le dijo algo así como que, al fin y al cabo la Comunidad Europea era conservadora, y como prueba de su afirmación se refirió a que la mayor parte de sus normas y decisiones se referían a la competencia. Es decir así, de golpe y porrazo, situó la política de la competencia en el campo de la derecha. Pero, afortunadamente, esas reticencias, si han existido, posiblemente anidarán en el pensamiento de muchos pero no ha tenido reflejo en la acción de gobierno durante los mandatos socialistas.

Por ello no resulta extraño afirmar que las políticas de liberalización o de las privatizaciones, comenzaron durante los gobiernos de Felipe González, si bien culminaron durante el Gobierno Aznar. Y sin embargo, aunque no conozco datos de encuestas realizadas al respecto estoy seguro que la percepción de los ciudadanos es que la mayor política de liberalización se llevó a cabo durante el Gobierno de Aznar. En honor a la verdad el reparto debería hacerse entre ambos, pero tal vez aquí se ocurra la misma paradoja que, hace años señalaba Miguel Ángel Fernández Ordóñez, se había producido en los Estados Unidos, donde Carter había llevado a cabo una vigorosa política de liberalización , y, sin embargo, era Reagan el que había pasado a la historia como el gran liberalizador. Tal vez la razón se encuentre en el hecho de que hay a muchos políticos socialistas que no acompañan a la política liberalizadora un discurso a favor de la libertad económica, sino más bien una defensa del proteccionismo. Con frecuencia hay que recordar que en los Estados Unidos el partido “pro market”, es decir el defensor del mercado y la competencia,es el Partido Demócrata y no el Republicano, y que, precisamente durante las Administraciones Republicanas la política de la competencia queda considerablemente debilitada.

Indudablemente por el hecho de que, al menos en la actualidad, tanto la derecha como la izquierda sean liberales, se puede afirmar con total seguridad que, es España, el principio de la libertad de mercado forma parte integrante de los principios admitidos por las fuerzas políticas en España, y ello explica que las cuestiones relacionadas con la competencia, especialmente las normas relativas al fortalecimiento de las autoridades encargadas de protegerla, obtengan un gran apoyo en el Parlamento, lo cual no siempre ocurrido en algunos de los países de nuestro entorno, aunque desde hace algunos años se viene observando un imparable proceso a favor del reconocimiento de la importancia de la política de la competencia en la mayor parte de los países europeos, y no sólo en nuestros nuevos socios del Este. Sin ir más lejos en Austria en actual gobierno de coalición entre democristianos y socialdemócratas ha incluido en su programa un capítulo referido a reforzar la política de la competencia. Y ello por no hablar de los países nórdicos en los que desde hace tiempo los partidos de la izquierda, durante largos años hegemónicos, han huido siempre de planteamientos estatalistas.

Con anterioridad ya he realizado algunas referencias a lo que ocurre en Francia en donde precisamente el ideario colectivo incluye una serie de principios tales como la defensa de la empresa pública y restringir al máximo las políticas de liberalización. Es cierto que en las recientes elecciones presidenciales, Sarkozy se presentó con un programa liberalizador frente al mensaje tradicional de Segolène Royal. Por cierto que desde estos pagos se quiere presentar el atractivo que el nuevo Presidente francés ha despertado en algunos medios de la izquierda como el resultado de una especie de mezcla de maniobras y ambiciones de algunos. Sinceramente no creo que sea así, sino más bien el hecho de que una cierta izquierda liberal se ha cansado de luchar, con escaso éxito, contra el cuerpo doctrinal obsoleto de la izquierda francesa, preñado de mensajes antiliberales. Bien es cierto que la derecha francesa también parece beber en similares fuentes y por ello el Presidente francés ha adoptado algunas decisiones, como la ya mencionada de suprimir el objetivo de la competencia en el nuevo Tratado, pero confío que ello haya sido simplemente una especie de brindis al sol.

En el Reino Unido tras los años de Thatcher en los que se identificó la derecha con el pensamiento liberal, la llegada al poder de Blair y su nuevo laborismo ha supuesto la asunción inequívoca por la izquierda de los principios de la libertad económica.

En Italia se está produciendo la gran paradoja de que el nuevo gobierno de centroizquierda es el que está llevando a cabo un claro proceso liberalizador, no sin ciertas dificultades, que ni siquiera intentó Berlusconi en sus años de gobierno. Es especialmente digno de mención el esfuerzo realizado por el partido heredero del antiguo Partido Comunista a favor de esa política. Fiel reflejo de ese sesgo lo constituye un libro recientemente publicado por un profesor de la Universidad de Harvard, Alberto Asesina, y otro de la Universidad Bocóni, de Milán, Francesco Giavazzi, con el sugestivo título “Il liberismo è di sinistra” en el que, en términos acertadamente provocativos y tremendamente sugerentes, tras afirmar que la meritocracia, la liberalización de los mercados, las reformas del mercado de trabajo y la reducción de los gastos públicos son de izquierdas, termina afirmando que la empresa pública y el capitalismo de Estado no son de izquierdas.

¿Verdaderamente podríamos decir que en España ese debate está superado?. No es una cuestión de blanco o negro. Anteriormente he asegurado, y lo reafirmo ahora, que los principios de liberalización y competencia han sido asumidos íntegramente en España, pero, sin embargo, sería erróneo concluir que todo esta hecho. Las medidas concretas de liberalización en sectores concretos siguen estando llenas de dificultades. Se ha producido una política liberalizadora, pero justo es reconocer que ¡queda tanta letra pequeña por reformar! Y todavía en esa letra pequeña se ocultan regulaciones ineficientes y mantenimiento de los privilegios, por lo que no resulta extraño que cualquier intento de cambio encuentre dificultades por la resistencia que siguen oponiendo quienes quieren defender los privilegios basados en una regulación inadecuada, sus rentas de monopolio, la regulación que les asegura el trasvase de rentas de los consumidores, las ayudas públicas ineficientes, las restricciones a la competencia, las barreras de entrada……. O quien quiera crear o fortalecer campeones nacionales, que de nada sirven si se construyen sobre la base de la explotación de los consumidores.

Por ello es tarea de todos, y por supuesto, también de la Comisión Nacional de la Competencia, descubrir qué intereses se encuentran detrás de las resistencias a las reformas. Informar a los ciudadanos cuánto les cuesta el mantenimiento de los privilegios de los pocos. Y vencer resistencias al cambio. Y, en definitiva, esperar, con Keynes que, a la larga, la fuerza de las ideas prevalezca sobre la inercia de los intereses creados.

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