viernes, abril 26, 2024
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Un viaje sin prisas

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En estos tiempos tan acelerados, en los que la prisa irracional parece definitivamente instalada en nuestras rutinas, hay que aprovechar al máximo las circunstancias, cada vez más raras, que nos permiten un mínimo respiro. En esos momentos no sólo conviene que nos tomemos las cosas con toda la calma posible, sino también que seamos lo más conscientes posibles de las ventajas que esa sosegada actitud conlleva.

Pensemos, por ejemplo, en los muchos viajes, cortos o largos, que emprendemos continuamente. Tanto en los desplazamientos que son inevitables, por motivos profesionales o personales, como en los que realizamos porque nos han convencidos que eso es lo que nos apetece, la característica principal no es la curiosidad o la sorpresa sino la inmediatez y el agobio.

Los cruceros hoy son la antítesis del viaje

No es necesario, por ejemplo, que recordemos la evolución imparable de los viajes aéreos, que ha ido transformado tanto los aviones como los aeropuertos en lugares no ya poco acogedores sino francamente desagradables. Tampoco hace falta señalar la ausencia de interés que la rutina de cualquier autopista provoca en los conductores, que lo único que quieren, sin importarles nada de lo que pueda rodearles, es llegar cuanto antes a su destino. Ni por supuesto, esa antítesis del viaje pausado que hoy son los cruceros, en los que el reposo, la contemplación y la reflexión tranquila, que hasta no hace tanto les eran propios, se han transformado en algarabía constante, aderezada con lo que del peor gusto comparte el género humano. Incluso el ferrocarril, último refugio de los viajeros de antaño, se desliza irremisiblemente por sendas que auguran un futuro similar al del resto de los medios de transporte, en un mundo nada halagüeño para quien se niegue a sucumbir a las prisas.   

Por eso deberían valorarse todavía más las que quizás sean últimas posibilidades de un viaje tranquilo, cuando su inicio conlleva, junto con las expectativas que esperan en el destino, una cierta nostalgia por lo que atrás se deja. Es lo que ocurre cuando el viajero llega a esa estación algo perdida en el tiempo, con la noche ya avanzada. Entra despacio en el vetusto edificio, abierto a todos los vientos, y camina llevando la maleta bajo la desierta bóveda de hierro oxidado que multiplica el eco de sus pasos. Las palomas cesan su zureo. Alguna, más precavida, levanta el vuelo. Una mendiga cubierta de harapos dormita en un banco. La locomotora trepida llenando el ambiente con ese olor irrepetible de aceites pesados. Ningún revisor indica cuál es el coche del viajero, que se instala donde mejor le parece. Coloca el equipaje. Saca un libro. Más tarde, mientras lee absorto, el tren sale hacia su destino.

Ignacio Vázquez Moliní

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