sábado, abril 27, 2024
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Punto y seguido

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Quizás sean nuestros admirados vecinos franceses, ahora inmersos en sesudas discusiones bizantinas sobre si debe mantenerse o no el acento circunflejo –en una época en la que ya casi nadie estudia su hermosa lengua– los que más sepan de esa divagación tan entrañablemente pasada de moda, pero no por ello menos necesaria, que es la importancia de los signos de puntuación para una correcta hermenéutica del lenguaje escrito. De hecho Jacques Drillon, ese eruditísimo lujo del que goza la lengua francesa, causante de una sana aunque profunda envidia en todas las demás lenguas latinas, acaba de publicar en Le Magazine Littéraire una serie de estudios divulgativos que ponen al alcance de todos los lectores las principales conclusiones que hace casi veinte años publicó en su famoso Tratado sobre la puntuación francesa.

A menudo olvidamos que los puntos, la coma, los signos de interrogación y admiración, los distintos paréntesis, la raya o las comillas, al igual que el humilde aunque fundamental espacio en blanco o las mayúsculas y minúsculas, son resultado de una lenta evolución, todavía no finalizada, que va produciéndose a través de siglos de perfeccionamiento de la lengua escrita. Los primeros intentos para facilitar la lectura fueron llevados a cabo en Alejandría –con la separación de las palabras– desarrollados luego en la Roma clásica, con la introducción de los puntos, y perfeccionados por San Isidoro de Sevilla, al establecer lo que luego se convertiría en la coma y el punto final.

La consolidación de la tipografía supuso un estancamiento de los signos de puntuación

Con el paso del tiempo, muchos signos de puntuación, que llegaron a creerse indispensables, cayeron en desuso. Tal fue el caso, por ejemplo, del signo de final de párrafo o de la barra, equivalente en cierta medida a nuestras actuales comas. La consolidación de la tipografía, de alguna manera, supuso posteriormente un estancamiento de los signos de puntuación. Sin embargo, como muy bien señala Jacques Drillon, esa evolución seguía latente, a la espera de condiciones favorables que de nuevo permitieran su florecimiento. Algunos signos que creíamos definitivamente arrinconados en esos nichos de las palabras que son las páginas de los diccionarios, han regresado al lenguaje con insospechada fuerza y renovado vigor. Así ha ocurrido con la almohada o cuadradillo y con el asterisco, desde que aparecieron los teléfonos con teclado y, también, con el signo de la arroba al desarrollarse el correo electrónico.

Al dictado de los tiempos modernos, los signos de puntuación se han liberado por completo de las ataduras y servidumbres que les imponía el alfabeto. Mediante su combinación insospechada se transforman, gracias tanto a la imaginación colectiva como a las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías, en auténticos ideogramas que substituyen con éxito a las vetustas palabras. Uno sólo añora, en ese maremágnum de los nuevos signos de puntuación, la triste desaparición del de interrogación y admiración al principio de frase –hermosos arcaísmos que tanto facilitan la cantarina entonación de las preguntas castellanas– y que, en secreto, seguramente envidian hasta los más eruditos franceses.

 

Ignacio Vázquez Moliní

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