viernes, abril 26, 2024
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Memorias del arrabal

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Desde que el fútbol se convirtió en un tejido continuado, todo es previa. El asunto volvió a ser Di María, cada vez envuelto con una media verdad diferente. Esta vez habló Menotti, un antimadridista profesional -por tanto un moralista-, que lleva repitiendo desde tiempo remoto su propio sermón de la montaña con pequeñas variaciones para poder trocearlo en fascículos en la prensa multicolor. Dijo Ángel Di María. Dijo que era el mejor jugador del mundo. Dijo que el Madrid le maltrataba. Desde occidente, grandes opinadores asintieron y menearon pesarosos la cabeza. Otra vez un jugador Real en la puerta de salida era considerado unánimemente como la secreta joya del madridismo; religión que sus adeptos nunca han entendido y debe ser explicada desde el otro lado del río. También Simeone hizo rabiar a Ancelotti, señalando al argentino como el mejor jugador posible, y quizás por primera vez, Carlo perdió la compostura y entró al trapo de un asunto pegajoso, en el que se entrelazan deseo, vanidad y dinero.

El Atlético simplifica el fútbol hasta sintetizarlo en un detalle malvado que mata al rival. El nuevo truco de Simeone fueron los saques de portería de Moyá. Al minuto de juego, uno fue a dar con la cabeza de Varane, con el que chocó Mandzukic que lo devolvió a la niñez. El balón saltó hacia arriba asustado y Ramos tuvo un momento de cine mudo tan propio de sus principios de temporada. Un rebote más y al croata le queda el tipo de pelota soñada por los delanteros. La cruza de forma rutinaria y es gol.

A partir de ahí la grada se conectó a los aspavientos de Simeone y el atlético tuvo 10 minutos en los que cuando un jugador madridista se acercaba demasiado a uno rojiblanco, acababa descalabrado. El equipo del Cholo ha elevado a otra dimensión la falta táctica, que ya ni siquiera lo parece. Cada parte del cuerpo del jugador colchonero entra en contacto con el oponente como si fueran entrenados en un arte marcial instruido en la clandestinidad. Poco a poco el centro del campo del Madrid empezó a tener gravedad sobre el partido y se fue hilvanando el juego. Es extraño que del equipo de Mourinho en el que aparecían las jugadas de gol del aire casi sin proponérselo; se haya pasado a la necesidad de flujo, de un cierto contexto articulado donde comienza la jugada. A partir de N pases, el detalle surge y lo que era una mancha sobre el campo se convierte en un peligro real. Y el detalle fue James, que se metió entre líneas del atlético -donde nunca parece haber espacio- y aparecieron los túneles indispensables para echar abajo la defensa.

Simeone adivinó el peligro e hizo saltar los plomos. Le tocó la cara al cuarto árbitro

El Real tuvo un largo rato de dominio, con Xabi partiendo al Atlético por el interior, Modric dominando la zona intermedia y James presto para el gesto final. En realidad todo ese esfuerzo sólo sirvió para tener dos ocasiones claras. Una jugada de Carvajal con James, que se fue haciendo dramática según la grada iba indignándose porque Juanfran no podía entrar desde la banda con la boca llena de sangre como estaba. Y un balón que tuvo Bale, en la única jugada instantánea del Madrid, sin pasos previos, y que el galés echó fuera de una manera irritante. Simeone adivinó el peligro e hizo saltar los plomos. Le tocó la cara al cuarto árbitro; clamó al cielo por su suerte, juró venganza, excitó a las fieras y lo expulsaron entre el delirio de la grada. Fue como si un grupo de quinquis pincharan el balón con una navaja. Ya no hubo más. La cadena de pases madridista quedó rota. Sólo balones sobrevolando la zona de peligro y rebotes sin fin. Una tierra de nadie que casi acaba con el segundo gol del atlético. Un córner y nadie repara en Raúl García, con ese nombre bastardo, y su juego roto, inexistente, como de hombre que empuja a los pasajeros en el metro. Pues Raúl García llegó sólo, en carrera, a un metro de Iker -dentro de la portería con la estufa y la manta- y mandó el balón a la M-30.

En la primera parte hubo un jugador que pasó desapercibido. Fue Kroos. No jugó ni bien ni mal y Ancelotti lo quitó para que entrara un Cristiano herido, parece que para siempre, y corrió a James al interior izquierdo. Kroos incluso en sus días invisibles construye un campo magnético a su alrededor; le da textura al juego. Cuando no estuvo el Madrid se desvaneció. Toda la segunda parte fue un penar en ataque con leves chispazos que nunca acabaron en disparos a puerta. No hubo un discurso, sólo fragmentos sin ritmo ni compás. Y el Atlético fue feliz en ese paisaje. Desde ahí dominó con el saque de portería, que siempre era ganado por el croata y acaba en los pies de algún jugador atlético puesto en el sitio oportuno. Y así, con un Madrid cada vez más echado hacia arriba de una forma absurda -puesto que este equipo sin orden ya no sabe jugar (Di María ya no está, recuerden)- llegaron las oportunidades colchoneras que no entraron por pura desidia, puesto que al Atleti lo que le pone es el 1-0.

Marcelo e Isco saltaron al campo recordando glorias pasadas, pero nadie se enchufó a su alrededor. Karim estaba al trasluz. A Bale de tan sigiloso nadie lo notó y Cristiano echó por la borda todo lo que llegó a tocar. En el acto final llegó la heroica de Ramos, siempre entre la sinfonía y la opereta, pero esta vez no funcionó. El Atlético ganó la Supercopa con un fútbol cruel, hiperrealista, adaptado a los vicios del Madrid de una forma espléndida. El Madrid quedó con cara de pasmado, sin graves heridas pero con alguna duda. La principal: cómo vivir sin la performance continuada de Di María. Hay muchos jugadores de pulsaciones bajas y cuando Cristiano se ofusca, parece que exhiban los acontecimientos en una pantalla de una forma irreversible. Sin que nadie pueda torcer su curso. Y el rosarino era eso. La lucha contra la fatalidad.

Ángel del Riego

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