viernes, abril 26, 2024
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Con Ashley Wagner, cuando hube de poner KO al papión Louis Leakey

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Claro que estaba yo mucho más encelado entrevistando a la bellida Ashley Wagner, gringuita rutilante y maciza, que a la rusita Lipnitskaya. Hasta más libidinoso estaba.

–Bah, la pequeña anguila Lipnitskaya –se echó a reír Ashley Wagner, patinadora sobre hielo; la de las mejores nalgas del circuito, cabe decir–. Fucking Brat! (jodida niñata) –concluyó con otra carcajada.

No quiso hablar más de la jovencita Lipnitskaya.

Cenábamos en Manhattan, en una réplica perfecta del legendario Chez Dubern bordelés, por lo que pedí para ambos –y Miss Ashley Wagner aceptó gustosa– la exquisita cigala d’ouro provenzal, la que según Perucho tanto confunde a los no iniciados en la cocina de las tierras de la lengua d’òc, que suelen creerla una vulgar codorniz, si bien se trata de una espectacular cigarra, ni siquiera cigala.

Para beber, Château-Margaux (todo muy caro, pero hago saber que el director de este periódico, Don Joaquín Vidal, no me puso la menor pega cuando deslicé sobre su mesa aquella factura, preso él de la evanescencia ante la contemplación de las fotos de la garrida moza Wagner que le traje con esta crónica).

Cenábamos, pues; hablábamos entre risas, catarata de anécdotas que me iba contando Ashley Wagner acerca de la competición y del voyeurismo y bollerismo de juezas y entrenadoras. Pero como siempre ha de haber un aquel, ahí que estaba yo embebecido, más que embebido, en la contemplación de los flexuosos movimientos de cadera y torso que se traía la doñita Ashley aun sentada, mientras se explicaba, locuaz y hasta lenguaraz en sus decires, haciendo bueno aquel aforismo de Kraus (Karl) señalador de que la palabra es la femme fatal del pensamiento, cuando de repente hizo una ampulosa entrada en el restaurante el papión Louis Leakey, acompañado de unas monitas, muy dóciles y sumisas, las cuales no eran sino sus discípulas, las conocidas primatólogas Jane Goodall, Dian Fossy y Biruté Galdikas.

Leakey, con sus legendarias maneras de galán caduco, no dejaba de mirar a Ashley Wagner, más mona que las tres monas de su harén teratológico, más que primatológico, al punto de que la bella se incomodó.

–Bah, tú tranquila, cielo –le dije, sobrándome de manera imperdonable en un periodista–. El capullo gusta de pavonearse por ahí con ellas, a las que además se quila y castiga si demuestran celos o si alguna se queja de sus infidelidades a Mary Leakey, su esposa –hube de traducirle convenientemente el verbo quilar, claro; se lo traduje, más o menos, por abutronar. Soltó una carcajada.

–¿De veras se lo hace con esas feocias? –mostró grande extrañeza la muy linda Ashley Wagner–. Bueno, él tampoco es que sea un modelo para Fidias…

Me hablaba ella de Gracie Gold, otra dulce y muy aguerrida y excelsa patinadora yankee; lo hacía, sí, con admiración pero no sin cierta reticencia, cuando vino a pasar lo que me temía: El papión Louis Leakey, con ese andar cojonal de los papiones, como de picador de toros con su pata de hierro, se llegó hasta nuestra mesa, y sin mirarme siquiera, comenzó a piropear a Ashley Wagner. Digo, empero, que ella pretendía seguir con nuestra entrevista, por lo que no le hacía mucho caso, asegurando además que no tenía el menor interés en viajar, pues él la invitara a una selva húmeda y cálida, y así, cuando Ashley iba a contestar otra de mis preguntas, la tomó de la mano e intentó llevarla con sus monas, para darle a probar, dijo, un delicioso zumo de banana.

Ahí fue cuando se me vino la sangre a la cabeza. Ahí fue cuando hice dejación absoluta de mi pacífico e inodórico estar de periodista, y levantándome raudo la emprendí a puñetazos con el jodido mono, al que tumbé.

Sigo sintiéndome un héroe, aunque ella no se me entregara como la hermosa Chrisorroé a Kallimachos, luego de que él la librase del dragón en la deliciosa novela anónima y bizantina de nuestra infancia.    

José Luis Moreno-Ruiz

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