sábado, abril 27, 2024
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Chistes picantes

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Yo ya estaba harta de ese juego de miradas y de esos chistes verdes. Él venía cada martes, se sentaba en una esquina de la barra, y empezaba a hablar.

Me observaba mientras hablaba con los otros clientes, mientras me iba ganando las propinas, y me hacía reír con chistes fáciles y comentarios ingeniosos entre copa y copa. Después, cuando hubo bebido tres o cuatro cubatas, decía un último chiste, casi siempre picante, y me sujetaba la mirada durante tres o cuatro segundos. Acto seguido, se levantaba, y se iba del local.

Volviendo a casa, oí que alguien me  lanzaba un piropo desvergonzado desde una ventana. Siempre ocurría en esa calle, -desde el típico “ay la de rojo que te cojo”, hasta el “que no me entere yo que ese culito pasa hambre”-. Estaba tan enfadada por ese día tan agotador que levanté la cabeza gritando: “¡que te calles, gilipollas!”

Se echó a reír. Era él, el tipo del bar. Me preguntó que si quería subir, y no lo pensé.

Lo siguiente fue una lucha constante por ver quién desvestía antes al otro entre sábanas revueltas. Seguía enfadada, pero eso simplemente se traducía en un torbellino furioso de pasión y desvergüenza, de caricias sensuales y de gestos atrevidos.

Él bajó su mano hasta mi entrepierna, haciendo que me encogiera de placer al notar sus dedos en mi clítoris, mientras me daba pequeños mordiscos en el cuello. Poco a poco su boca fue bajando, acariciando con sus labios todo mi cuerpo. Se entretuvo cuando llegó a mis pechos, jugando con su lengua en mis pezones, ya erguidos.  Hasta entonces creí que desfallecía de placer, pero esa sensación no fue nada comparada a lo que sentí cuando bajaba desde mi ombligo, hasta el monte de Venus.

Separó mis labios con sus dedos húmedos, y sopló  suavemente, haciendo que se me erizara la piel.  Jadeando, esperé impaciente, y cuando noté su lengua en ese punto sensible, gemí. Él jugaba con mi clítoris en sus labios, y yo ya no veía, sólo sentía, y sentía que llegaba el orgasmo. Y cuando llegó, él no se detuvo, continuó hasta provocarme otro. Y cuando estaba a punto de tener el tercero, paró. Abrí los ojos, y supliqué que siguiera. Sonriendo,  me separó las piernas, y se introdujo en mí fácilmente, gracias a lo húmeda que estaba.

Cada embestida nos acercaba más y más, y el clímax llegó, casi a la vez, fuerte y  liberador.

Al terminar, se tumbó a mi lado, recuperando el aliento. Sonrió, y me dijo: “Menos mal que has venido hoy, ya se me habían acabado los chistes picantes para el martes que viene.”

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El Rincón Oscuro

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