viernes, abril 26, 2024
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Democracia, en tela de juicio

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El libre mercado, en teoría, se supone que se corrige solo. Cuando pierde el equilibrio, las alteraciones en los precios hacen que el sistema recupere el equilibrio de forma gradual. Se supone que el mismo proceso de regeneración funciona también con los sistemas políticos democráticos.

Lo que venimos sufriendo últimamente, en los vertiginosos desplomes de los mercados financieros y el fracaso de las instituciones políticas a la hora de resolver problemas, resulta desconcertante. Pero constituye un recordatorio de que en el mundo real, los sistemas apartados del equilibrio no recuperan automáticamente la posición equilibrada.

Corren tiempos de lo que podemos llamar «oscilación no amortiguada». El sistema recibe una sacudida, política o económica. En teoría, esto debería de generar fuerzas de ajuste del mercado o consenso político que restaure el equilibrio. En lugar de eso, la oscilación parece ampliarse con el tiempo. Una alteración que inicialmente parecía gestionable se vuelve más amplia y más peligrosa a medida que el sistema oscila de un extremo al otro.

Nos acercamos al décimo aniversario de una de las sacudidas más fuertes sufridas nunca por el sistema político estadounidense, los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. También en esto se podrá aducir que los mecanismos de amortiguación no funcionaron. El temblor inicial de los atentados fue magnificado en su lugar por la reacción. El ataque terrorista, tan horrendo como fue, condujo a lo que los historiadores interpretarán probablemente como una reacción exagerada, dos guerras en el extranjero y la extenuación nacional.

Piense en nuestro sistema político-económico como en un fiel apartado del equilibrio: en lugar de recuperar el centro, se tambalea aún más. Permaneciendo dentro de nuestra analogía, esto se debe a que el fiel ha perdido parte de su impulso. Es menos dinámico y acomodable.

Es un consuelo, o algo así, que economistas y politólogos reconocieran estos problemas de desequilibrio hace un siglo. De hecho, el esfuerzo por entender el fallo del mercado y el desorden social ayudó a crear las ciencias económicas y políticas modernas.

Fue la principal idea genial de John Maynard Keynes que los mecanismos de autocorrección de la economía clásica no funcionan siempre. Los mercados permanecen caprichosamente por debajo del pleno empleo. Las fuerzas del mercado que deberían haber reincorporado a los trabajadores y la maquinaria desocupados no funcionaban, en parte porque los particulares se asustaban y preferían hacer acopio de líquido en lugar de invertir en activos productivos, con independencia de lo que bajaran los tipos de interés.

Esto era el motivo de que Keynes abogara por la intervención pública para sacar a la economía de la trampa de la infrautilización de los recursos en la que había caído. No es que el gasto público fuera de su agrado, pero reconocía que los mercados reaccionan de forma exagerada en ocasiones, agravando los temores y los gustos de los particulares transformándolos en comportamientos colectivos que empeoran la situación de todos. Llevamos las últimas semanas viendo una versión contemporánea, con aterrorizados inversores saltando por la economía global igual que una pelota de ping-pong.

La moraleja para keynesianos de los años 30 era que la intervención pública podía compensar el fallo del mercado. Una fe semejante en el estado, no en la eficacia del régimen fiscal simplemente, sino en la capacidad de los sistemas políticos democráticos de solucionar problemas, impulsó el contagio de los valores democráticos estadounidenses por todo el mundo tras la derrota del fascismo en 1945 y, más tarde, tras la caída del comunismo en 1989. Libre mercado y sistema político democrático no eran cosas preferibles simplemente; parecían inevitables.

La faceta más espantosa de la presente crisis político-económica es que pone a prueba esta fe en la administración democrática. Los sistemas políticos de Estados Unidos y Europa han demostrado ser incapaces el último año de solucionar problemas financieros cruciales. El sistema político no se ha regulado por sí solo mucho más que la economía.

Ese fue el verdadero mensaje de la rebaja de la calificación de América por parte de Standard & Poor’s tras la debacle del techo de la deuda. Fue una herida autoinfligida de verdad. Tuvo dos causas esenciales: la intransigencia de los congresistas Republicanos que antepusieron su propia ideología a las soluciones pragmáticas, y la inconsistente dirección del Presidente Obama. Me parece que los Republicanos merecen una parte mayor de la culpa porque tuvieron la oportunidad de evitar el error garrafal con el «gran acuerdo» presupuestario de los 4 billones y se negaron. Pero no se puede exonerar a Obama: simplemente no ha estado a la altura.

También Europa es un compendio de disfunciones políticas. Lleva años claro que no se puede tener una moneda única europea y 16 regímenes fiscales diferentes dentro de la Eurozona; este desajuste corrompe el proceso necesario de ajuste económico de los morosos crónicos como Grecia. Pero aun así los políticos de Europa no han sido capaces de abordar esta debilidad central. Su fracaso es igual de grave que el de los políticos estadounidenses.

¿Qué nos deja eso de modelo político-económico? ¿China, Rusia, la India, Turquía? No es de extrañar que el mundo esté deprimido.

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David Ignatius

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