viernes, abril 26, 2024
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Piel de melocotón

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Después de haber recibido tantísimos masaje en mi vida, creo que puedo asegurar que soy un experto. Sé dar masajes terapéuticos, sé dar masajes relajantes y sé dar masajes con final feliz. Masajes eróticos. Placenteros.

Digo esto porque, un día, una compañera de trabajo apareció en la redacción con lo que se suele llamar tortícolis. Le dolía una barbaridad uno de los hombros y no podía siquiera torcer la cabeza. Al parecer, había cogido una maleta pesada y se había producido una contractura. Le dije que tendría que ir a un masajista pero me dijo que no conocía a ninguno y que no tenía tiempo. Le dije que, si quería, yo le podía intentar quitar la contractura. Tras una duda razonable por su parte, accedió a venir a mi casa a que le masajease aquel hombro dolorido.

Cuando llegó a mi casa, la senté en una silla, le dije que se quitase la camisa y, muy despacio y muy suave, fui buscando el nudo que tenía en el omóplato con mis dedos resbaladizos por una pequeña cantidad de aceite que había usado. Lo encontré y me pasé casi tres cuartos de hora masajeando el lugar suavemente hasta que se ablandó. En el masaje todo es cuestión de tiempo. La mejoría fue grande. A continuación se puso la camisa y, tras unas palabras de agradecimiento y la promesa de volver tres o cuatro días después para terminar de arreglárselo, se fue.

Pasados unos días, me recordó que, aunque estaba mejor, sería bueno que terminase la faena. Y así fue, al terminar el trabajo, volvimos a mi casa.

Ya en la confianza, le dije que si quería tumbarse en la cama porque, de esa forma, sería más fácil para mí y con mejores resultados para ella. Aceptó.

Se quitó la camisa y se tumbó en la cama. Estaba espléndida. Su curva del deseo era muy pronunciada y provocadora. Pero yo me limité a buscar de nuevo el nudo del omóplato. Ante todo profesionalidad. Le pedí permiso para desabrocharle el sujetador ya que me molestaba al paso de las manos. Ella ni contestó con lo que supuse que era una forma de asentimiento.

Al no contar con el sujetador, mis manos resbalaban hasta su cintura al tiempo que recorrían toda la espalda y toda su columna. Por su respiración pausada me di cuenta de que aquello empezaba a relajarla.

Entonces, le pedí que se desabrochase el vaquero que llevaba puesto para bajarlo hasta la rabadilla. Quería llegar hasta ella para conseguir una mayor relajación. Sin decir nada, lo hizo, mostrándole en toda su plenitud la curva del deseo. Volví a echar más aceite y pasé suavemente mis manos sobre el inicio de sus nalgas hasta llegar justo a la rabadilla. Hice una ligera presión en ella y, como suele pasar, una corriente eléctrica recorrió toda su espina dorsal. Pero eso no fue todo, su piel se volvió de melocotón y yo supe que ella estaba entrando en erupción. Siempre pasa.

Sin decir una sola palabra, deslicé su pantalón y sus braguitas hacia sus pies, hecho que aceptó con un ligero movimiento de pelvis y se quedó totalmente desnuda sobre mi cama y son los ojos cerrados.

Volví a por el aceite y lo eché sobre sus nalgas, sobre sus muslos y sobre sus pantorrillas y pies. Primero en un lado. Después en el otro. Gimió cuando le apreté el tendón de Aquiles. Gimió cuando masajeé el interior de los muslos. Y gimió cuando, sin querer, rocé con mi mano su sexo.
En ese momento, no sólo gimió sino que se movió como colocándose y abriendo un poquito las piernas. Yo seguí como si nada. Ya sabía lo que ella quería y yo estaba allí para dárselo y no me di por enterado. Iba y venía sobre sus muslos y pantorrillas y sólo, alguna vez, tocaba su sexo y su ano. Ella, cada vez, se abría más de piernas…

Pasados unos minutos, le dije que se diera la vuelta. Ella, obediente, lo hizo. Y yo, como si no viera aquel fantástico cuerpo desnudo. Un suplicio. La erección que tenía no me cabía en los pantalones.

Pero era igual. Había que seguir. Quería llevarla al límite. De nuevo la rocié de aceite. Y volví al masaje. A los pechos. Al vientre, siempre siguiendo las agujas del reloj. Después los muslos. Y siempre pasando accidentalmente por su vagina cuando masajeaba su parte interna. Y ella, cada vez que pasaba, abría un poquito más sus piernas.

Cuando consideré que las tenía suficientemente abiertas y yendo muy despacio, obsesivamente despacio, rocé su clítoris. Ella se estremeció. Volví a echar aceite. Esta vez en su pubis. Dejando que corriera hacia su vagina. Después suavemente, busqué su clítoris y lo masajeé. Primero en redondo. Después a lo largo. Más tarde a los ancho. Y a lo ancho aceleré el ritmo… Un minuto después se estremeció, gritó y se quedó como dormida.

Yo, en plan profesional, no hice nada. Esperé mirándola a que abriese los ojos. Sabía que llegaría mi oportunidad. Era una vieja técnica. Nunca la primera vez.

Y así fue, cuando ella abrió los ojos, únicamente, dijo: a partir de ahora voy a coger siempre la maleta más pesada.

Memorias de un libertino

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