viernes, abril 26, 2024
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Por los años sesenta del pasado siglo, el dominico Yves Marie Congar era uno de los teólogos más conocidos en todo el mundo. Su prestigio se apoyaba en dos bases: su altísima calidad científica, y su fama de hombre avanzado, afín a las ideas nuevas, lo que hoy llamaríamos progresista. Destacó en los años del Concilio Vaticano II entre las personalidades de la Iglesia que con mayor fuerza se esforzaron en comprender los cambios que la sociedad estaba experimentando, y la necesidad de que la Iglesia supiese caminar al par de los tiempos; algo que no suponía perder su esencia para acomodarse a novedades inseguras e inestables, sino encontrar los caminos ya contenidos en la doctrina de Cristo para ofrecer a las nuevas circunstancias históricas una palabra de salvación.

Tal ha sido, siglo tras siglo, el continuado esfuerzo de los grandes maestros de la fe -pontífices, teólogos, religiosos, catequistas…- por aproximar el credo a los hombres, sin alterar su contenido, que proviene de Dios, y sabiendo al par responder a avances sociales, ideológicos y científicos que van marcando el progreso de la humanidad y que lógicamente alteran con los años el statu quo de los tiempos precedentes. Las circunstancias por las que el hombre atraviesa son diferentes vez tras vez; la enseñanza del Señor es siempre la misma y a la vez ha de saber expresarse en todos los tiempos y en todos los lenguajes.

Así fue, enseñó, predicó, escribió y trabajó el P. Congar. Los que sólo ven la parte humana de la Iglesia, y confunden la necesidad del avance con el abandono de la auténtica fe, pensaron que su voz era una voz más para derribar la tradición y el magisterio. Juan Pablo II, que veía más que todos ellos, le hizo cardenal.

Hasta aquí, mi prólogo a la breve anécdota que voy a contar hoy. ¿Un prólogo demasiado grande para una anécdota muy pequeña? Ustedes juzgarán.

Atraído por la fama de Congar, una vez en que pasé por Estraburgo -la ciudad en que él residía- sentí el deseo de conocerle. Me informaron de que predicaba en la misa solemne de las mañanas de los domingos en la catedral, y allá que me fui. Yo esperaba un sermón de bandera: la enseñanza elevadísima, y hasta difícil quizá de entender, de un maestro de primera magnitud: algo solemne a la altura del lugar -la misa catedralicia- y el predicador -uno de los teólogos de mayor fama del momento-.

¿Qué nos dijo Congar desde la altura del púlpito? Empezaba el mes de julio, y nos dijo a sus oyentes, en una catedral abarrotada, que ya que nos ibamos a ir de vacaciones, tuviésemos cuidado de no dejar a Dios olvidado en nuestras casas, que lo llevásemos con nosotros. Dios no es -explicó- un mueble sobre el que se extiende una sábana para que no le caiga el polvo, que se queda en el piso solitario esperando el regreso de las vacaciones. Allá donde vayamos, Él nos acompaña. Y, allá donde vayamos, Él nos espera.

Dios, nos dijo, ha de estar siempre con nosotros. Y está; de nosotros depende darnos cuenta. Y esto no nos exige pasar el día en medio de grandes elucubraciones metafísicas; simplemente, se trata de llevar con nosotros nuestras costumbres de cristianos. En las vacaciones también hay misas, y oraciones, y amor al prójimo, y sacrificio, y piedad, y por supuesto mandamientos, y las devociones que cada uno tenga durante el resto del año; en suma, también ha de haber Dios.

Pues nada más que esto nos dijo el gran teólogo. Desde entonces, no he vuelto a irme de vacaciones sin acordarme de sus palabras.   

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Alberto de la Hera

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