viernes, abril 26, 2024
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Pobreza digna y rebelde

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En realidad, la revuelta popular en el mundo árabe es la reacción del ser humano contra la miseria y la pobreza, o lo que es lo mismo, una actitud evolutiva, instintiva, de supervivencia. Así es como hay que verlo desde nuestra cómoda posición de país privilegiado al otro lado del río de la vida, las aguas mediterráneas, que separa el progreso del atraso, la esperanza del abandono y el futuro de la condena a un pasado que se reproduce, una y otra vez, insistentemente.

Por tanto, es la lucha de la vida contra la muerte. Y si la muerte es el producto final del levantamiento, no será más que una muerte anticipada, rápida, radical frente a una muerte lenta, continua, dolorosa. El hambre, la existencia paupérrima, la enfermedad, la escasez, la falta de expectativas son los síntomas de la trágica enfermedad de la injusticia y de la tiranía en países que son, según la lógica de los siglos recientes, ricos por disponer de las fuentes de la energía que consumimos los que estamos dispuestos a pagar mucho dinero por ella. Pero son víctimas de la acumulación del poder en manos de los menos, apadrinados ellos por nuestra necesidad de tener enfrente regímenes estables y predecibles y en los que poder confiar para mantener abierto el intercambio y el negocio energético.

Que el mundo está edificado sobre injusticia es un hecho poco discutible. Pero lo que clama al cielo de forma tan urgente como sangrante, es la combinación del hecho de padecer la injusticia local, añadiendo a ésta la injusticia de que quienes disfrutan de libertad, progreso y justicia, y proclaman esos valores como universales, doblemos la cerviz, hinquemos la rodilla y nos mantengamos en actitud genuflexa, eximiendo de la misma responsabilidad para con su pueblo a los tiranos, sátrapas y otros gorilas con los que se negocia diplomáticamente.

El verdadero drama es nuestra complacencia, nuestra equivoca prudencia, nuestro pudor, nuestra incapacidad para sobreponernos a la conveniencia y hacer, aunque sea por una vez y como consecuencia de nuestra propia voluntad, lo que está bien hecho, lo que es justo, lo que es tan necesario como oportuno, más allá de otras preguntas interesadas que tratan de velar con su interrogante acerca del futuro, la verdad y la realidad a la que nos enfrentamos. Que la gente padece, sufre y muere, entre otras razones, ocurre porque nosotros lo permitimos, lo consentimos y porque, desgraciadamente, conviene a nuestros intereses.

Los hombres y las mujeres de Libia -que no son ciudadanos como tan alegremente se los llama con esta verborrea insoportable del lenguaje político nacional, tan hueco como estresante por su oquedad, y que son en puridad súbditos cuando no esclavos- se rebelan contra Gadafi, si, pero también contra la Italia que veranea en yate con la familia del asesino, contra España que comercia con el fruto de sus entrañas a la luz de la injusticia, de Rusia, y Estados Unidos, de Europa en general.

Y se rebelarán todavía más pueblos, en Yemen o en Argelia, en Marruecos, que nadie lo dude, o en el país de Saud, un gran socio de occidente que con una mano cobra por el petróleo y con otra arma a Al Qaeda con la connivencia de los gobernantes de su víctima principal, los Estados Unidos-, ese que llaman Arabia Saudí, a la sazón la muestra más repugnante del concepto de propiedad nacional, de harén prostituido, de patio que el pos colonialismo selló con su firma y rubrica para garantizar sus propios beneficios, creando a partir de las mismas tribus, las nuevas dinastías que administran, aún hoy, con enfermiza maldad los bienes que nosotros codiciamos y que ellos nos facilitan sobre la pobreza de los más que allí viven sin sueños, sin esperanzas, sin ilusiones.

Hasta ahora, claro está. Y una vez puestos en pie, lo justo sería que no se detuviesen, o  al menos hasta que nosotros afrontemos su existencia y sus derechos con el mismo respeto que nos exigimos a nosotros mismos.

Rafael García Rico

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