La Revolución de los Jazmines encendió el fuego del cambio político en Túnez. Tras la revuelta popular, el presidente del Estado, el autócrata Ben Alí, buscó refugio en Arabia Saudí y, desde entonces, en el pequeño país del Magreb se suceden los movimientos entre quienes representan a los restos del régimen depuesto y los reformistas que aspiran a conseguir una transformación de la dictadura por la vía de una transición pactada.

Mientras, en las calles de la capital aún permanecen atentos a los acuerdos que se fraguan en los salones, miles de manifestantes inquietos por el futuro de su país y atentos a las posibilidades de salir de la pobreza, la miseria y el abandono de las instituciones.

Pero el olor del jazmín ha prendido en las sociedades de los países de norte de África. En Egipto, la revuelta popular se agita a diario en las principales ciudades del país y en la capital, El Cairo. Miles de hombres y mujeres, una generación que puja por un futuro mejor, se manifiestan a diario contra el régimen de Mubarak. La espontaneidad del movimiento ha dejado muy atrás a los Hermanos Musulmanes, e incluso ha pillado a contrapié al reformista El Baradei, quien acaba de incorporarse a la protesta aterrizando en El Cairo en viaje urgente desde Viena con la intención de protagonizar – más vale tarde que nunca- el descontento activo de la población y obligar al claudicar a su adversario Mubarak.

Igual comienza a suceder en Yemen, y Gaddafi se teme lo mismo en Libia, ya preparado para activar una dura represión. En Jordania ha habido conatos de manifestaciones pidiendo al Rey la dimisión del primer ministro y la disolución del gobierno.

Treinta y un años después de la revolución democrática que se produjo en Irán forzando la salida del Sha, el cambio de régimen y el acceso al poder de un islamismo nacionalista y radical. La población de unos países oprimidos por dictaduras igualmente terribles, pero convenientes para los intereses occidentales por sus posición estratégica, sus recursos naturales y por servir de contrapeso al islamismo fundamentalista, se agita y se rebela pidiendo libertad, democracia, distribución de la riqueza y un nuevo horizonte de desarrollo distinto del que, hasta ahora, prometía el fundamentalismo islámico, tan devaluado como las dictaduras combatidas y, por tanto, fuera de la quiniela de las alternativas y de las expectativas del pueblo.

Occidente tiene que entender que sus socios estratégicos en la zona no pueden seguir siendo unos tiranos autócratas. Y que debe contar con la voluntad de una nueva realidad social con claros tintes democráticos, a la que debe apoyar antes de que el descontento termine haciendo germinar nuevos radicalismos, y que madurará en su vertiente reformista  en la medida en que la respuesta del resto del mundo sea positiva para sus esperanzas.

Ese será un dique de contención contra el terrorismo fundamentalista  y una garantía de convivencia en el mundo global más útil y eficaz que una inconsistente “alianza de civilizaciones”, vacía de contenido y que se ha demostrado incapaz de cualquier cosa.