viernes, abril 26, 2024
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La leyenda de los toros

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Desde que la Iniciativa Legislativa Popular para prohibir las corridas de toros entró en el Parlamento de Cataluña, los problemas de lo que llaman fiesta nacional se convirtieron en uno, y el reduccionismo habitual que asola este país resumió con facilidad lo que en realidad es un problema bastante más profundo. En la línea de las tandas de mantazos que pega el Partido Popular cada vez que algo decidido en el Parlamento no es de su agrado, una mayoría de los afines a las corridas de toros llora la abolición catalana de la tortura al astado convirtiéndola en supuesta falta de libertad. Todavía trato de entenderlo, pero no aspiro a lograrlo. Rara libertad es la que termina con un animal humillado y torturado  hasta la muerte entre olés y ovaciones. Complicada de entender por los profanos, difícil hasta para los que hemos asistido a bastantes corridas.

Hasta hace bien poco uno de los problemas más dramáticos de la fiesta era la falta de faenas dignas de llamarse de esa manera. Sólo había que asistir a cualquier feria con solera en el calendario, para ver como los días pasaban sin pena ni gloria, sin saber si había toreros en el ruedo, y con la incomparecencia del toro bravo. El de verdad. Porque ese toro ya no existe, y el espectáculo que vieron nuestros abuelos sólo resiste en la memoria de los que añoran tiempos mejores desde los tendidos. Pacientes, resignados, aburridos la mayoría de tardes, indignados otras tantas. La ausencia total de arte ha hecho que los ciudadanos se fijen en el exceso de sangre. Tras la desaparición de la magia, la realidad ha salido a la luz en su sangrienta tozudez. Pregúntense, figuras del toreo y ganaderos portadores de encastes hegemónicos, además de empresarios taurinos, qué le ha pasado a la fiesta, y mírense unos a otros para encontrar la respuesta. Entre todos la mataron, y ella sola se murió.

Por cierto, si el arte ha salido de las plazas, fuera de ellas se sigue justificando la tortura animal con la única excusa de la tradición. El parlamento catalán ha perdido una tremenda oportunidad de dar coherencia a su decisión y no ha prohibido las celebraciones que obligan a los toros a correr por las calles con fuego en sus cuernos, muy cerca de los ojos, o atados a una cuerda de la que tiran unas docenas de exaltados como si de verdad disfrutasen con el sometimiento del animal. En tierras catalanas los llaman correbous, y son eventos hermanos gemelos de otras exaltaciones de la barbarie que se hacen por muchos rincones de este país. Según a quién pregunten, la imagen que queremos exportar al mundo.

Quizás hubo un tiempo en el que la verdad y el duende habitaban sobre el albero de las plazas de toros. Yo mismo, no voy a negarlo, casi llegué a intuir ese instante mágico en un par de ocasiones. Momentos puntuales en ferias que no recuerdo, pero que ahora sólo puedo mirar con los ojos del defraudado. Desde hace mucho tiempo sólo veo la sangre de toros criados a medida para faenas pensadas delante de un espejo. La desconexión entre hombre y bestia, avisada con tenacidad desde multitud de tribunas y tendidos, ha terminado por dejar fuera a una inmensa mayoría de la sociedad que, sin estar en contra, no terminan de entender qué se debe proteger de un espectáculo en el que lo único claro es el sufrimiento del animal. Todo lo demás, como las grandes figuras, se ha convertido en leyenda. Algo que les contaremos a nuestros nietos para que su mirada perpleja, entre el estupor y la vergüenza, nos haga entender que el peso de los años no justifica nada, más allá de prolongar agonías.

Ion Antolín Llorente

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