La primavera y el sol que nos ilumina estos días han traído, además de la polinosis, el partidismo que continúa irritando nuestro sistema nervioso. Como si de un anemófilo se tratara, se difumina a través del ambiente ‘polinizando’ a la ciudadanía con las declaraciones del florido Politicus Hispaniolus, cuyas expresiones públicas disparan nuestra histamina: según el barómetro del CIS, los españoles creen que la clase política es uno de los principales problemas de España. ¡Achís!
El ‘teatrito de la política’ produce más alergia que el polen y, asimismo, nos contagia de su desconsiderada parafernalia. Cuando una cámara o micrófono aparece ante sus frondas, el espécimen anteriormente citado toma la ofensiva y ejecuta su ritual: enfáticos mensajes, deditos que se juntan con sutiliza al agitar el brazo derecho, brazo izquierdo arriba, mirada, brazo izquierdo abajo, respiración y, al final, una suave sonrisa. Se trata de una farsa irresponsable, ellos lo saben y nosotros también, pero terminamos por emular las artimañas que observamos a diario.
Este grupo taxonómico, de acuerdo con el artículo 71 de la Constitución Española, goza de «inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones». De esta forma, alguno de sus miembros aprovecha tan privilegiada situación y, con sus vocablos, logra susurrar imágenes en el interior de nuestra mente. Esta iconografía del ánima, intangible pero poderosa, perturba e implanta su injerto en la sociedad civil. Al verlos y escucharlos todos los días, terminamos reproduciendo la misma conducta y, con el beneplácito de la libertad de expresión, usamos, en ocasiones, nuestra capacitación para la ofensa. Pero quizá llegue un día en que todos seamos más respetuosos, un día en el que nuestros políticos no nieguen ni repudien, de modo sistemático, lo que dice un individuo de otro partido por la mera cuestión de pertenencia a unas u otras siglas; tal vez, en el futuro, seamos capaces de trabajar juntos, de nuevo, en favor de la comunidad.
Mariam Budia