viernes, abril 26, 2024
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Condenar sin vergüenza

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En la enésima embestida contra aquellos que pretenden llevar la voz de las armas a los Parlamentos democráticamente elegidos, se pretende que los que carecen de la suficiente vergüenza para condenar la muerte de inocentes lo hagan para salvar el escaño y el sueldo. No teniendo los arrestos suficientes para llevarle la contraria a los cuatro borrokos que se han hecho con la pólvora de ETA, los políticos de la sangre, defensores con una mano de la vía que lleva a las urnas mientras con la otra agitan la bandera de la violencia, parecen tener así la fórmula necesaria para poder volver a cobrar de lo público.

La reforma de la Ley Electoral que se está madurando llevaría en uno de sus puntos clave la obligación de condenar la violencia, no se sabe si de viva voz o por escrito, para poder ser cargo público. Un brindis al sol, vamos. Si un paisano de Elorrio pretende ser concejal, pongamos, por ejemplo, en una candidatura de Eusko Alkartasuna, y se produce un atentado, la negativa a expresar una condena supondría de forma clara una vulneración de la nueva ley, y con toda probabilidad la pérdida de la condición de candidato, o de concejal si hubiese sido elegido. Aunque lo más preocupante no es que esto pase. Lo tremendo del caso vendría si el sujeto, un tipo con la cara confeccionada del mismo material que levantan los harrijasotzailes, condenase la violencia mientras sonríe como si hubiese ganado unas buenas perras en las apuestas del frontón. Problema, y gordo. ¿Quién interpretaría si las palabras explícitas de condena son eso o una burla? ¿Se puede legislar sobre las intenciones ocultas tras las palabras? Puede ser éste un sendero complicado, sobre el que convendrá reflexionar antes de iniciar la marcha.

Si Jaime Mayor Oreja es capaz de provocar que desde el Gobierno de la nación se necesite reafirmar cada día el compromiso innegable para terminar con ETA, y el susodicho le coge el gusto a los micrófonos para hablar sobre estos temas, podemos prepararnos… Mayor Oreja no parece haberse dado cuenta del cambio que se ha producido en Euskadi, esa tierra que un día aspiró a gobernar y provocó en el intento que los nacionalistas tuviesen el mejor resultado de su historia en unas elecciones. No presta la menor atención a lo que pasa en el norte, porque a él siempre le gustó hablar de estas cosas en Madrid. O en Palencia. Queda mejor. Te aplauden más. Mientras su verbo fácil provoca justificaciones innecesarias, los que le sucedieron en el Partido Popular del País Vasco son el soporte de un Gobierno socialista que quiere terminar para siempre con los mitos que el nacionalismo agitó con saña y Mayor Oreja se limitó a encarnar. Los partidos constitucionalistas son una opción más en las urnas. No hay frentes, por mucho que se empeñe Iñigo Urkullu. La única bandera tras la que todos marchan sin dudarlo es la que está impregnada del sentimiento de paz que anhela la sociedad vasca. En ese espíritu trata de construirse un futuro para las generaciones venideras, pese a que la deslealtad sea moneda de cambio habitual entre los que sólo tuvieron como prioridad encabezar la fila, y ahora que les toca ser uno más ponen zancadillas. No hay soluciones sencillas. La iniciativa es de los que ayer, hoy y mañana luchan contra los terroristas sin importar quién habita en la Moncloa.

Ninguna condena formal podrá parar al que en su interior lleva alojado el cáncer de la violencia. Sólo estimulará su falta de vergüenza para añadir una línea más al macabro discurso de los que miran hacia otro lado. La única condena que entiende el violento es la que cumplirá en la cárcel. Desde su celda podrá escribir todas las palabras que el tiempo le regale, y que los gestores de la organización terrorista le permitan desde Francia.

Ion Antolín Llorente

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