jueves, mayo 16, 2024
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«Lo que más me excita es ver a mi chica montándoselo con otro»

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A Diego V. lo que más le excita es ver a su chica «montándoselo» con otro. Tiene 43 años, empresario y educado en colegio de curas, prefiere darnos un nombre falso para que nadie le reconozca. Es una de las premisas que buscan los clientes de los clubes de swinger (intercambio de parejas), discreción. Llevan cinco años saliendo y a él le costó meses convencer a su pareja para acudir a este tipo de locales, una vez cruzada la línea «parece que le está cogiendo afición».

Como todo primer novato que llega a estos locales el ritual pasa por tomarse una copa en la barra y observar el ambiente. Hay que agudizar la vista porque la luz no destaca por su presencia, son las velas las que caldean un ambiente que no necesita precalentamientos.

«Nosotros llegamos a la barra, había una pista de baile que estaba dentro de una jaula –narra Diego V.-, allí la gente baila de manera muy sensual. Así que entramos, empezamos a bailar primero solos hasta que un chico empezó a tontear con mi chica. Ella me miró para que le diera el visto bueno a nuestra nueva pareja y acepté». Tras la primera toma de contacto con los nuevos candidatos el ritual se traslada a alguna de las múltiples salas que estos locales tienen para el disfrute.

Salas ‘sado’ donde uno se puede atar de pies y manos y dejarse hacer por una, dos o todas las personas a las que se les permita entrar al juego, o simplemente dejarse mirar mientras otro hace. Jaulas que cerrar mientras comienza la acción o que dejar abiertas para que se añadan jugadores, habitaciones rodeadas de espejos miradores con enormes camas-tatami donde caben 20 personas o jacuzzi donde se puede hacer de todo menos eyacular. Cuestión de higiene.

La variedad del juego depende de lo que cada uno busque. Muchos, la mayoría, amantes del voyerismo, pasan las horas observando cómo se lo montan el resto de parejas. Es el caso de Diego V., que, aunque reconoce haberse acostado con otras mujeres en el local, lo que más disfruta es ver cómo otro hombre le besa el pecho a su pareja mientras ella le mira a él fijamente a los ojos. Lejos de romper parejas, estos locales, las unen más.

«Lo mejor de ir a un swinger es cuando salimos de él. Nos vamos al coche y empezamos a narrarnos con todo tipo de detalles lo que hemos hecho. Cómo era un tío, que le ha hecho a mi chica, qué ha sentido, cómo le ha tocado, quién miraba… Nos vamos poniendo a tono hasta que llega un momento en el que no aguantamos más, conducimos a casa y entonces allí pasamos el mejor rato de nuestra vida», explica Diego V.

El paraíso de los nudistas

Para los nudistas estos locales son su paraíso fiscal. Tienen zonas a las que como mucho se puede acceder con chanclas y toalla, pero los habituales, una vez entran, se desprenden de todo. Es el morbo de ser observado, una costumbre que choca a los principiantes. Las ‘madames’ de estos clubes intentan calmar a los nuevos clientes mostrándoles todo el lugar y explicando qué se hace en cada uno de sus escondites. Mientras hacen el tour turístico, siempre con aparente normalidad y una sonrisa en la boca, pasean a los novatos, aún vestidos, después ellos elegirán en qué zona quedarse, para que vean el ambiente. Impresiona ver en ese amigable paseo una variedad de cuerpos desnudos en diversas posturas y sin mostrar pudor mientras el cliente intenta no mirar a los lados intentando aparentar normalidad absoluta. 

Igual ocurre en los vestuarios, son la primera toma de contacto con el nudismo. Un habitáculo sin un rincón para esconderse donde hombres y mujeres llegan con su copa y se desnudan a la vista del resto. Sin hacer el más mínimo comentario se limitan a observar los pechos y el resto de zonas de sus posibles nuevos amigos. Cargados de taquillas, chanclas y toallas, lo único que se echa de menos es un perchero donde estirar los trajes de chaqueta. Porque en un Madrid de diario lo que más se ven son ejecutivos bien acompañados. Y no importa cruzarse con una cara conocida porque ni él podrá confesar donde estuvo y viceversa.

«El ambiente es sano y respetuoso, nunca hemos tenido problemas», explica la anfitriona de unos de los locales de swinger más conocidos de Madrid. «Lo más común son los tríos y los cuartetos, aunque también tenemos salas para parejitas que quieran montárselo a solas». Eso sí, si quieren pueden dejar la puerta abierta para que el resto les vea. «Aquí no se trata de avasallar a nadie. Si ves a una pareja que está jugando y quieres entrar, la señal es una caricia en el hombro. Si la pareja empieza a jugar contigo, entonces adelante, pero si te retira la mano, más vale que te quedes solo como mero observador», cuenta una trabajadora del local.

El problema llega porque siempre van más hombres solos que mujeres. Eso se aprecia en la forma de funcionar de los locales. Los precios son mucho más altos para un hombre solo que para las mujeres o las parejas. Por eso estos clubes están divididos en zonas mixtas y de mujeres y parejas. Para que los hombres que van solos sólo puedan colarse si encuentran compañía en la zona mixta. «Los clubes tienen un truco para resolver este problema –cuenta Diego V.-, como en la mayoría de las fiestas se puede reservar antes por internet, ven el número de hombres y de mujeres, y si hay pocas de las últimas entonces llaman a clientas habituales con las que ya tienen confianza y le pagan por la consumición que consigan de los hombres que acuden solos».

No es prostitución, estas clientas pueden ir a no hacer nada si ellas no quieren. «El ambiente solo se vuelve decadente cuando van los típicos hombres mayores acompañados de una prostituta. Buscan a otra pareja para intercambiarse y al final uno se acaba acostando con una chica de compañía». No es lo más habitual en estos lugares, pero ocurre. Por lo general acuden parejas entre los 30 y 40 años y los días de fiesta, grupos de amigos mucho más jóvenes que van a curiosear, divertirse y después, ya se verá.

Una bacanal del sexo detrás de una fachada discreta

En este tipo de fiestas a veces el local exige entrar totalmente desnudo, otras, y dependiendo de la temática, con algún disfraz que ellos dan y deja poco lugar a la imaginación. El resto de días se puede entrar vestido. Los preservativos no son un problema, se expenden en la propia máquina de tabaco, un vicio mucho más sano, por supuesto. 

Los locales de swinger han proliferado en Madrid y ya hay una veintena. Barcelona, Valencia y Canarias le siguen de cerca. En total hay casi 50 clubes repartidos por toda la península y al ritmo que sube la clientela irán aumentando. Están de moda.

La vida interior de estos locales contrasta con lo anodino de su entrada. Es fácil pasarlos de largo si no se buscan y cuando se llega se duda de si se está llamando al lugar deseado. Una entrada más a un edificio normal, sin carteles y ningún indicio que dé pistas de lo que sucede dentro. Están en el centro de la ciudad, distribuidos en buenos barrios, otros obreros y familiares. Es mejor asegurarse de la calle y del número antes de ir si uno no quiere volverse loco buscando una aguja en un pajar. Si lo encuentran, recuerden, no es un bar de copas donde preguntar «¿estudias o trabajas?«. Poco importa qué sea de tu vida de puertas para afuera, poco importa la brillante ironía que desprenda, el silencio es el protagonista a menudo apagado por la música y los jadeos. La única palabra que importa es «¿puedo?» y se articula con una caricia en el hombro.

Redacción Estrella Digital

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