viernes, abril 26, 2024
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Universidad

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Se considera que uno de los grandes avances de nuestro tiempo es que la universidad se haya convertido en un bien común y accesible para la gran mayoría. España, con la mitad de habitantes, tiene la misma población universitaria que Alemania. Eso no es progreso en cuanto el único logro ha sido reducir la calidad de los títulos superiores. Ser licenciado, diplomado o, a partir de ahora, graduado no garantiza que esa persona tenga una educación seria, profunda y real. Siempre insisto en que hay gente con estudios universitarios a la que se puede considerar analfabeta fáctica.

A la universidad sólo deben llegar los mejores. Pero todos los mejores, sin importar su condición social ni familiar. Para eso deben existir buenas universidades públicas y un sistema de becas que garantice que los mejores lleguen a cursar estudios universitarios y así conformar una élite dentro de la sociedad democrática. Pese a quien le pese, la universidad es un concepto esencialmente elitista: en ella se cursan estudios superiores. Conviene no olvidarse nunca de esta circunstancia.

Al haber masificado enormemente el concepto universitario, tanto en número de alumnos como de campus y facultades, este ha perdido su validez. Actualmente tener un título universitario es algo tan común que apenas significa nada. De ahí que hayan surgido con gran fuerza los estudios de postgrado para convertir a los universitarios en personas preparadas. Se redunda en el viejo concepto a costa de que las personas de extracción más humilde tenga muchas más dificultades a la hora de acceder a estos cursos «requetesuperiores». Se ha socializado el concepto universitario y se ha creado un remedo elitista para suplirlo y de nuevo se ha alejado el concepto original de las clases menores favorecidas. El absurdo de los llamados progresistas es infame.

A todo este asunto delirante y patético se une ahora lo de Bolonia que, teniendo algunos aspectos positivos -sobre todo la uniformidad de las titulaciones europeas-, sin embargo cae en muchos puntos oscuros que atentan contra la calidad de la enseñanza universitaria. Sobre todo se han aligerado muchos los contenidos para que sacarse el título sea más fácil, más accesible, lo que revierte en una peor formación. Que Oxford y Cambridge no hayan querido unirse a Bolonia es un dato revelador.

Lo que más me asusta de Bolonia –al margen del ya citado problema de los míseros planes de estudios– es la conformación del sistema de enseñanza. El profesor pierde peso y el alumno tendrá que suplir la reducción de las lecciones magistrales con sus propios trabajos de estudio e investigación que supuestamente serán supervisados y evaluados por el profesor.

Es decir, el alumno, siguiendo las pautas marcadas por su maestro, hará uno o varios trabajos para mejorar la nota de la asignatura, incluso para conseguir sacar los créditos, es decir, aprobar. El chaval, entonces, tendrá libertad para hacer un mejor o peor trabajo. Si el profesor sólo tuviera que corregir su trabajo, bien. Pero imaginemos que en una materia impartida por un solo catedrático se han matriculado 50 alumnos. Y que tienen que hacer un trabajo, sólo uno, de diez folios. Al final el evaluador se enfrentará a 500 páginas que leer, analizar y corregir. Y tiro muy, muy, muy por lo bajo. Suponiendo que luego el profesor devuelva los trabajos, hay que suponer también que los alumnos estén interesados en comprobar dónde cometieron errores. O, como es habitual, ¿los alumnos estarán tan solo interesados en pasar de curso?

Este sistema que se centra en el trabajo autónomo del alumno es una quimera. Los buenos alumnos harán bien su trabajo, pero dudo que el profesor vaya a corregir bien cada uno de los ejercicios. Los alumnos regulares harán las cosas de mala manera y jamás comprobarán qué han hecho mal, siempre y cuando la corrección sea buena y se les haya devuelto los ejercicios. Y los malos habrán copiado o encargado sus propias entregas y los profesores apenas tendrán herramientas ni tiempo para pillar a los tramposos.

Se ha proscrito la institución del examen que, sin embargo, es la única manera auténticamente seria de evaluar los conocimientos del alumno. Una vez más se han confundido churras con merinas, y el esfuerzo real y comprobable se ha sustituido por el presunto y siempre sospechoso, a no ser que haya un profesor por cada diez alumnos. Pero como hay masificación… A esto se unen los nos siempre correctos ni limpios procesos de selección del profesorado.

En definitiva, la masificación de la universidad ha conseguido que ésta pierda su esencia. Bolonia, por otro lado, se ha construido sobre unos utópicos supuestos donde estudiantes y profesores darán siempre lo mejor de sí aunque sea un hecho que vivimos en una sociedad altamente amoral. Seguiremos teniendo títulos universitarios. Pero estos perderán aún más su condición de garantía de una educación superior. Y encima no sé hasta qué punto los que hagan un curso de postgrado serán los que más se lo merezcan.

Realmente, Occidente está desnortado; ha olvidado por completo cuáles son los principios sobre los que se ha construido. El caso de la educación superior es realmente grave en cuanto se renuncia definitivamente a una élite bien preparada que sirva para ocupar puestos esenciales en la sociedad. Cada vez se ahonda más en la desoladora dictadura de lo mediocre.

Daniel Martín

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