viernes, abril 26, 2024
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El milagro de Empel

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Los hombres estaban ateridos de frio, vestidos prácticamente con harapos. No tenían alimentos, apenas pólvora para los mosquetes y cañones. Eran cinco mil del Tercio del Maestre de Campo Don Francisco de Bobadilla y se encontraban apiñados en una pequeña elevación del terreno: el monte de Empel.

Alejandro Farnesio había ordenado tomar la isla de Bommel en Holanda. Se luchaba duro contra los herejes holandeses, ya que la vieja España era abanderada del catolicismo en toda Europa. Era el siete de Diciembre de 1585 y la situación del Tercio era desesperada. El comandante holandés, almirante Holak, ordenaba a sus hombres que rompieran los diques y el rio Mosa creció hasta que inundó el campamento español. Ahora los soldados viejos, gente valiente hasta la exasperación se encontraban rodeados por diez barcos en una pequeña isla a la que habían logrado trepar al único abrigo de una pequeña iglesia. Eran cañoneados sin compasión por el enemigo hora tras hora, minuto a minuto. Sin embargo aguantaban el tipo, desechos, muertos de frio y hambre. Además, no tenían la mínima oportunidad de ser auxiliados, ya que las fuerzas mandadas al efecto no podían llegar a causa de la resistencia holandesa.

Un poco antes, el holandés proponía la rendición a los españoles: “Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos” fue la respuesta del mando español. La victoria parecía imposible, tanto, que para evitar que sus banderas fuesen tomadas y ser hechos prisioneros, algunos capitanes propusieron el suicidio colectivo. El Maestre no quiso hablar de ello. Esperaba un milagro.

Aquella misma tarde, un soldado que cavaba una trinchera para guarecerse, golpea algo que parece madera con su pala. Termina escarbando con sus manos de guerrero y no da crédito a lo que ve: acaba de encontrar un cuadro con la imagen de la Inmaculada Concepción.

Dada la voz de alarma, el mismo Maestre Don Francisco se acercó corriendo ante el estrepito causado. Admirados, llevaron la tabla en procesión hasta los muros de la iglesia holandesa donde la colocaron junto a las banderas con el aspa de San Andres. Allí, aquellos hombres rudos, pendencieros, duros como el pedernal, rezaron a la virgen solicitándole la salvación de sus almas, ya que sus vidas estaban perdidas de seguro. El Maestre grita entonces a sus hombres: “¡Soldados! El hambre y el frio nos llevan a la derrota, pero la virgen inmaculada viene a  salvarnos ¿queréis que se quemen las banderas, se inutilice la artillería y que abordemos esta noche las galeras enemigas?”

Los viejos soldados, aquellos que se habían distinguido en mil combates por su bravura, con lágrimas en los ojos respondieron al unísono: “¡Si queremos!” a pesar de que conocían que aquel ataque sería el último de sus vidas sin duda alguna. Jamás permitirían que las santas banderas de su patria cayeran en manos del enemigo.

Pero aquella noche, un viento polar procedente del nordeste azota la región. Se trata de algo tan inusual que no ha vuelto a ocurrir nunca. Es tan gélido, bajan tanto las temperaturas, que las aguas del Mosa comienzan a helarse. Hasta el punto de que una capa de hielo del grosor de una pica se formó ¡en una sola noche!

Allá donde otros morirían congelados, los españoles ven una oportunidad. Don Francisco ordenó al Capitán Don Cristóbal Lechuga, que seleccionase a doscientos hombres y tres piezas de cobertura. Atacarían de madrugada. Los soldados haciendo la señal de la cruz, se encomiendan a la santísima virgen. Al amanecer del día ocho de diciembre de 1585, doscientos hombres bajitos, con la muerte en la mirada, avanzaron entre sombras por el hielo. Tomaron a los holandeses por sorpresa, tanto que quemaron todos los barcos, mataron a muchos e hicieron prisioneros a otros tantos. El día nueve de Diciembre, en un ataque generalizado del Tercio, de nuevo a través del hielo, la posición holandesa es tomada al asalto y el enemigo huye aterrorizado ante la rabiosa carga de aquellos famélicos pero bravos soldados. El Almirante Holak exclama: “Tal parece que Dios es español al obrar, para mí, tan grande milagro”

Fue entonces cuando la Inmaculada Concepción, fue nombrada patrona de los Tercios y pasados los años de la infantería española, continuando en nuestros días la tradición.

Desconozco si Dios es español, ni siquiera soy muy creyente, pero un pueblo debe de reconocer a sus héroes y respetar sus tradiciones ¿se imaginan las películas que hubieran hecho en Hollywood si hubieran sido norteamericanos sitiados por los indios?

Y aquellas personas que no reconocen lo que somos, lo que fuimos y lo que seremos; poniendo trabas e insultando todo lo que tantos hombres y mujeres defendieron y aún seguimos defendiendo unos pocos, están condenados al fracaso. Porque existen valores eternos, mas allá de las ideologías políticas o de las necesidades personales. Y es en esos valores el espejo donde se reflejan las personas de verdad. Aquellos que sin remilgos darían su vida por su país y sus conciudadanos, con orgullo y sin parafernalias.

Gracias amigos. 

 

José Romero

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