viernes, abril 26, 2024
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Nixon pagó, Obama no

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El espionaje como arte de la impostura es uno de los oficios más viejos del mundo. Siempre hubo espías y espiados. Por una razón fácil de entender: la información es el elemento clave para tomar decisiones. Ya sea en la guerra o en la paz. Todos los gobiernos de todos los países, espían. A los vecinos y a sus compatriotas.

El límite a la intromisión en las vidas y obras ajenas es el que determinan la leyes. La seguridad nacional -concepto tan fácil de entender como difícil de acotar-, es la razón o, en según qué casos, el pretexto, para justificar la invasión de la vida privada o profesional de determinados ciudadanos. O de todos, en general, según vamos sabiendo a raíz de las revelaciones del antiguo colaborador de la NSA norteamericana, Edward Snowden.

Que en la lista de los presuntamente espiados figuren nombres tan llamativos como el de la canciller alemana Angela Merkel o el de la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, convierte el escándalo en noticia mundial. Al parecer, es la tecnología de satélites la que permite captar y almacenar todo lo que tiene voz, circula por la red o es dicho a través de un teléfono. El tantas veces citado «gran hermano» que avizoró Orwell, es una realidad. Y, también, porque no decirlo, un escalofrío.

La opinión pública norteamericana está a favor de primar la seguridad a costa de la privacidad

Llegados a este punto y tras recordar que fuera de lo previsto por las leyes, espiar es delito y como tal perseguible por la justicia, convendría que no nos dejáramos arrastrar por la ingenuidad. Ingenuidad que nos llevaría a pensar que tras la noticia de las escuchas masivas realizadas por la NSA y el escándalo provocado, los EE.UU. cancelarán los programas que permiten espiar a todo el mundo.

Nada de eso. Tengo por cierto que seguirán fisgoneando en las vidas de todos porque después de los atentados del 11-S, en la Casa Blanca saben que el grueso de la opinión pública norteamericana está a favor de primar la seguridad a costa de la privacidad. Y, para el Gobierno Obama, eso es lo único que cuenta.

Cosa diferente es la consideración moral que se desprende de todo esto y la perplejidad a la que nos conduce si comparamos el escándalo actual con lo que fue el desenlace del «Watergate». Un caso de espionaje y micrófonos ocultos en el cuartel general del Partido Demócrata que acabó con el «impeachment» y la destitución de Richard Nixon. En aquél, Nixon pagó y perdió el cargo.

En éste, Barak Obama (bajo cuyo mandato la NSA espía a todo el mundo), ni siquiera pagará de su bolsillo la llamada telefónica para disculparse ante Angela Merkel. No hay que ser profeta para prever que, así que escampe, todo seguirá como antes y los satélites norteamericanos seguirán desplegando sus antenas por todo el mundo, espiando la vida de todos. Nixon pagó, Obama no.

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Fermín Bocos

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