viernes, abril 26, 2024
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Salvemos el Café Gijón

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Acabo de escuchar en la radio que podría cerrar el Café Gijón.  Era la costumbre tradicional otorgar la explotación del kiosko y la terraza exterior al propietario del establecimiento. Todo cambia y cuentan que el Ayuntamiento de Madrid subasta ahora este tipo de licencias. Los dueños actuales del Gijón podrían perder la concesión y privados de este ingreso extraordinario decidir la venta del local. Visto lo visto en los tiempos que corren, una institución cultural básica en la historia  de España podría terminar albergando una tienda de camisas de lujo o una barra americana de batidos multicolores. Cosas peores hemos visto.

El Café Gijón se abrió en 1888, de la mano de  un caballero gijonés que se había hecho rico en la Habana. Se llamaba Gumersindo García y era un valiente. En aquella época había muchos cafetines en Madrid: Kursaal, Fornos, Castilla y otros muchos. Solo en la Puerta del Sol se podía apurar  un cafetito y conversar  de lo divino y lo humano  en ocho diferentes. Muy pocos han llegado hasta nuestros días. A lo largo de su trayectoria vital, el Gijón ha sido frecuentado por los principales protagonistas de nuestra  historia.  En una de sus mesas comenzaba el día Canalejas, disfrutando del primer café de la jornada, incluso el fatídico día que le mandaron al otro barrio con un tiro en la cabeza. En la terraza del Gijón, sombreada por los castaños del Paseo de Recoletos, disfrutaba de la fresca Valle- Inclán. En las mesas de mármol allí ancladas se posaron las manos de Federico García Lorca, acompañado siempre del torero Sánchez Mejías. Asomándose dentro podía verse a novel Ramón y Cajal charlando con Benito Pérez Galdós.

Durante la guerra civil el Gijón se convirtió en un refugio amable para milicianos y milicianas procedentes de las trincheras  que defendían Madrid. Allí se daban cita también periodistas y espías procedentes de medio mundo, aventureros románticos atraídos por la terrible contienda desatada en España. Aseguran que la propia Mata Hari se acodaba en la barra. La derrota republicana estuvo a punto de acabar con el Gijón. La vida en el Madrid de entonces no daba para tanto lujo. A pesar de las penurias  sobrevivió. Renació con los andares lujuriosos de Celia Gámez o la presencia de Truman Capote, Ava Gardner, Orson Wells o George Sanders. Y allí volvieron los toreros, los poetas, los escritores y los artistas. Resucitaron las tertulias y los camareros, siempre dispuestos y elegantes, volvieron a circular entre los veladores con el reposo que solo da la experiencia.

Siempre fue un claustro donde se mezclaban voces de timbres muy diferentes. En un rincón escribía Agustín de Foxá y unos metros más allá el gran Poncela . Muchas de las extraordinarias crónicas periodísticas de González Ruano se corrigieron en el Gijón antes de girar en la rotativa. Un buen día aterrizó Fernando Fernán Gómez y se quedó por  mucho tiempo, tanto tiempo que se inventó el Premio de Novela Corta Café Gijón. Si ustedes han leído La Colmena, no hace ninguna falta que yo les describa el Café Gijón, allí se escribieron muchas de sus páginas y Camilo José Cela hace un retrato perfecto del lugar y de los clientes más habituales. Tantos y tantos escritores, anónimos y laureados, que por este templo de las letras han pasado. Una parada tan importante, que Paco Umbral escribió un libro titulado La noche que llegué al Café Gijón.

Entre todos debemos salvarle. Madrid no ha tenido demasiada fortuna desde que Felipe II coronara la ciudad como capital del Estado de pura casualidad. La guerra devastó gran parte de la ciudad y algunos alcaldes, con Arias Navarro a la cabeza remataron el  trabajo. Aquel Alcalde  derribó la Casa de la Moneda, autorizó la demolición de la mayoría de los palacetes de la Castellana y dejó que se construyera una nefanda torre que tapó la Puerta de Alcalá. Destrozó  los bellísimos bulevares de las calles más señoriales de Madrid, cambiándolos por autovías repletas de coches y humos. Levantó un bosque de puentes elevados sobre la glorieta de Atocha y empujó la construcción de la autovía circunvalatoria M-30, que convirtió al Manzanares en un canalillo y aisló el centro de Madrid del resto de la ciudad. Nos quedamos sin muchas referencias.

Un sucesor de Arias quería peatonalizar la Gran Vía,  convirtiéndola en una especie de paseo marítimo sin mar. Tendría sus baldosas de colorines, sus mercachifles, estatuas humanas, músicos callejeros y paseantes sin destino. Hubiera rematado así la faena modernista de privarla de sus palacios cinematográficos, convertidos en tiendas de ropa barata; de sus joyerías y tiendas de postín, de los edificios de apartamentos ocupados por personajes del arte y la cultura y ahora sede de hoteles donde salen continuamente turistas en camisetas y deportivas. Solo nos faltaba que cerraran el Café Gijón.

Fernando González-Estrella Digital

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Fernando González

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