sábado, abril 27, 2024
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Lo único positivo de las crisis de gran intensidad, como la que ahora vivimos, es que pueden hacer honor a la etimología -más allá de las acepciones coloquiales de deterioro económico y social- y tienen la posibilidad de ser auténticos procesos de cambio radical con rotunda revisión de los datos considerados como inamovibles y de las previsiones realizadas con base en los mismos.

En este sentido es muy significativo observar cómo en los últimos nueve meses, dos procesos que se venían considerando como intrínseca y absolutamente positivos y en todo caso irreversibles, comienzan a ser objeto de análisis en cuanto a su posible inviabilidad y, lo que es aún más llamativo, algunos de tales análisis vienen acompañados de opiniones que valoran dichos desarrollos en términos críticos o directamente negativos en cuanto a sus efectos.

En primer lugar la actual situación económica y financiera ha dejado en evidencia que el llamado Estado de las Autonomías, que se ha venido desplegando de forma exponencialmente expansiva desde la misma aprobación de la Constitución, es en su concepción actual, inviable. Las Comunidades Autónomas se han convertido en gigantescas máquinas de gastar, en parte para la provisión de servicios a los ciudadanos y en parte para el despliegue de una potente estructura clientelar que garantice eficientemente la reelección de sus dirigentes. Todo ello sin la preocupación de cuál fuese la fuente de ingresos que cubriese tales gastos. Ahora la situación se muestra con toda crudeza y no se trata solo de la irracionalidad económica y financiera, sino que se ha puesto de manifiesto lo absurdo de desarrollar diecinueve superestructuras con vocación de miniestado. Por otro lado, los propios gestores de tales administraciones, ante la tesitura de tener que administrar la escasez y aparecer como responsables de unos servicios de calidad cuestionable, prefieren empezar a plantearse la devolución de competencias a la administración central. En síntesis, en la España de 2012, el replanteamiento de la actual estructura autonómica o incluso la consideración de su propia razón de ser ha dejado de ser un ejercicio teórico y mal visto para convertirse en una hipótesis de trabajo a considerar, sin pasiones ni dramas.

En segundo orden, la crisis financiera internacional ha dejado en evidencia que el desarrollo de la Unión Europea desde el Tratado de Maastricht carece de la solidez e irreversibilidad que se le suponía. Del mismo modo, como han resaltado algunas voces autorizadas –inmediatamente tachadas de euroescépticas- la crisis de deuda soberana en Europa y sus devastadores efectos en la economía real de los países de la Eurozona no son sino la confirmación de lo que algunos dijeron cuando el Euro comenzó a circular: que la existencia de una moneda única no tenía sentido si, a la cesión de soberanía en política monetaria, no se sumaba la misma cesión en el área de la política económica y fiscal. La realidad es tozuda y ahora nos encontramos con un euro en crisis y una Europa intentando implantar un gobierno económico único al margen de los tratados y de las instituciones, por la vía de la urgencia, del rescate y del “a la fuerza ahorcan”. Pero sobre todo, y es lo más relevante a los efectos de lo que aquí tratamos, también el proceso de desarrollo de la Unión Europea en los últimos veinte años está ahora en cuestión. Y al igual que ocurre con el proceso autonómico, no se trata solo de que se discuta si se ha hecho o debe hacerse mejor o peor, de tal o cual manera, sino que se cuestiona la procedencia y la conveniencia del proceso en sí. Europa como panacea (que es una perversión de la formulación de Ortega) es una fórmula en desuso, frente a la situación de hace veinte años, en que lo mismo se anunciaban eurotrasteros que eurosalmón, porque todo lo euro se vendía mejor.

Por lo tanto nos encontramos en un momento en que lo que hace dos décadas parecía incuestionable e irreversible es ahora discutido y discutible (que dijo un genio del Derecho Constitucional). Aquel horizonte dorado para los nacionalistas de principios de los noventa del siglo pasado, en el que se vislumbraba una España inexistente, doblemente vaciada, hacia arriba por la cesión de soberanía en Europa y hacia abajo por las transferencias a las autonomías, parece lejano e inalcanzable. En honor a la verdad, ya entonces algunas personas de lucidez probada, como José Manuel Otero Novas, predijeron que este curso hacia una España sin contenido, confederación de autonomías con poderes residuales cedidos a los organismos europeos podría detenerse en algún momento. Ese momento parece haber llegado y, sin rancios nacionalismos chauvinistas ni obsoletos centralismos fundamentalistas, debemos plantearnos si la solución a la actual situación de crisis, que no es solo económica sino también política e institucional, no pasa, al menos en una parte, por más España.

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Juan Carlos Olarra

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