viernes, abril 26, 2024
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Memoria 11M

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De nuevo no había conseguido descansar. Entre toses y fiebre, la larga noche se convirtió en el intervalo becqueriano donde una falsa vigilia deja que los sueños adquieran vida a media luz. Llevaba toda la semana en casa comiendo paracetamoles inútiles por el aviso de un GP que insistía en “que éso era un virus”. La fiebre llegaba rabiosa con puntualidad british a última hora de la tarde acompañándose por una sinfonía bronquítico-pulmonar que hacía retumbar mi biografía. Faltaban dos días para que me diagnosticaran la neumonía pero yo ,claro, ni me lo imaginaba. 

Me levanté en trance, hice un café y lié un “rolling tobacco” para afinar la tos antes de acercarme al ordenador y conectarme con España. Mi línea internet, compartida con los “flatmates”, era muy  lenta. El ritual comenzaba inevitablemente desde el correo electrónico para invadir después la prensa nacional. Sin embargo, algo distinto sucedió ese jueves: un URGENTE en rojo temblaba en pantalla. Me incorporo en la silla cuando leo: «al menos 35 muertos por accidente de trenes de cercanías en Madrid. Se abre la posibilidad de atentado terrorista«.

Juro en silencio, tragándome el odio con el humo del tabaco. Tras el gran ventanal de mi derecha está el mundo y diviso la “Bristol Cathedral” a lo lejos. Han explotado trenes de cercanías en Madrid a las 7 media de la mañana. No queda claro nada, pero en mi memoria enfebrecida redoblan en eco las palabras  “terrorismo” y “cercanías”.

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Cercanías por la mañana. ¿Qué coño es esto? ¿Una matanza de currantes de camino a Los madriles? En esas horas nobles del día, la de los madrugones en los trenes de distancia corta, los que acercan-y-no-viajan. Las horas de la mañana pertenecen al músculo de la patria, a los que curran y cumplen, a los invisibles héroes anónimos que levantan los países. No es que no se deba matar a esas horas, no, ni a esas ni a otras, ni a currantes ni a generales, claro, pero a discreción sin objetivo aparente… ¿Qué es eso?

La línea va lenta y la fiebre me golpea la frente a intervalos. Doy a la tecla F5 para actualizar la página, la pantalla se viste de blanco y aparece la misma sentencia que antes pero engordada de número: «las víctimas ascienden a 52«. Madre mía, sigo golpeando la F5 con mi dedo criminal y a cada golpe va ascendiendo las cifras de muertos proporcionalmente a mi temperatura.

Abro los periódicos nacionales por un lado y los radicales por otro para la visión completa del drama. Entre medias la radio resuena con euforia de antaño y empiezo a hacerme cargo de la situación.

La cabeza me ruge de pena recalentada y me tumbo de nuevo en la cama rezando una plegaria al techo.

La oración, como una nana antigua de madre,  me devuelve a mis madrugadas españolas. A mis cercanías. Los trenes a los que se llega siempre corriendo en un lunes eterno-retornista para acompañarse al porvenir de trabajo o estudios por esa familia anónima que verás durante años y que hacen cola, como yo, cada día. Porque a las 7 de la mañana no hay dandis ociosos que cogen trenes para darse un paseo entre el proletariado, son simplemente anónimos que se encarrilan para hacer eso que se llama cumplir con el deber y mover la patria. Simplemente.

Me veo subiendo tantas veces, pasando las líneas amarillas, fronterizas de la seguridad, olor de rutina. Sujeto a las barras, mas amarillas, mientras el mundo adquiere vida tras los cristales sucios haciéndose realidad móvil en movimiento del camino a la urbe, como en una película en sepia. Las caras de bostezo, encerradas en mantras mp3, chicas concentradas en maquillajes apresurados, lectura exprés del periódico gratis de turno, fiesta de razas unidas hacia el esfuerzo diario.

¡Cómo podía haber sucedido! El tremendo shock del “acontecimiento”, la lucidez absoluta que porta la antesala de la muerte, el cruce último de miradas con la chica a la que nunca dijiste hola, el abrazo al hijo como un achuchón a la eternidad tras el sonido brutal que mueve la máquina, desconcierto, trenes con ronquera agonizante, caídas como muñecos a merced de la inercia, rostros que revelan la revelación. Morir entre camaradas desconocidos, ya hermanos de sangre como en las trincheras de antaño representando un parto urgente de ángeles en Madrid por cesárea y dinamita.

Me levanto entre lágrimas y sudor de fiebre en un todo líquido, la tecla F5 me espera para actualizar revelando… una cifra escandalosa.

Debe ser ya por la tarde. Me visto tembloroso. La cita es en College Green convocada por españoles en Bristol. Voy temblando en mi gabán, saludo a la Reina Victoria que mira desde su altivez y llego hasta un grupo mínimo de spaniards que guardan silencio un minuto. Vuelvo a casa sin hablar con nadie porque no me tengo, hasta que la tentación y el agotamiento me hace parar en la colina para tomar una pinta en “The Hare on the hill”. Edward me da el pésame y me invita diciendo:

  • You know, we have problems all the time with terrorism… sorry, there’s nothing I can say.

Mi habitación se convierte en un cuartel de invierno, intento estar atento a todo. En pocas horas ya se va viendo la movida, la tremenda facilidad para gestionar muertos desde la mirada de los buitres bajo la ayuda de los medios enterradores. Ha-sido-tal-ha-sido-cual. España sale a la calle, no para buscar culpables sino para retarse, como toda la puta vida, a sí misma en espejos cóncavos, protestas, esperpentos que posan en bocetos para Goya in excelsis. Los muertos van desapareciendo con facilidad pasmosa para “conceptualizarlos” en protestas organizadas en jornadas reflexivas – en España, reflexión – y votos de sangre después. Los trenes desaparecen del mundo con una sublimación de la limpieza rápida y todo se unifica, como si nada, en un coro dantesco-electoral.

Y llegó el lunes como quien no quiere la cosa. La tecla F5 no daba para más y tras los gritos llegó el silencio “that speaks volumes”. La onda expansiva del 11M empezó a reinar en España  como una áurea invisible que moldea la realidad. Se nos acabaron las ganas de saberlo todo y cuanto antes – lo más importante – y sin terminar sabiendo nada, nadie se sorprendió de esos sumarios incompletos, de pruebas prematuramente destruidas, de historias entre inverosímiles y surrealistas, de crónicas que cantaban suicidas como rancheras baratas. Si alguno preguntaba algo a partir de ese lunes recibiría esa colleja, sanbenito de conspirador, desde la prepotencia repugnante que da el Poder cuando está más crecido que nunca.

Enterrados los anónimos, entre homenajes y misas protestadas por los profesionales de la protesta se despejaron los carriles para una nueva España que iniciaba la recta final de su demolición desde arriba en unos años que, gracias a Dios, viví en un “exilio lúcido, prematuro y dandy” buscándome la vida entre dos islas cual Robinson hiperactivo. España también desapareció de las noticias y de los palcos europeos y volvió al sitio donde llevaba varios siglos: perfectamente encajonada entre la tenaza madre de Francia y Marruecos para después terminar siendo dirigida desde Alemania y burlada desde Estrasburgo. Demolida hacia dentro por doctrinas autistas de utopías con espoleta y memoria psicoanalizada, elevada hacia pensamientos tipo-Alicia que terminaron dejando una población triste de islas de todos contra todos.

La neumonía se me curó y años más tarde volví a casa como Zaratustra, sin que nadie lo esperara, mientras me cruzaba con mi generación haciendo cola en Barajas para invadir Europa.

Y aquí, en la capital de España, en un día como hoy, relato a mi forma un homenaje en prosa poética para aquellos héroes invisibles cuya ausencia forzada abrió aún más las estructurales grietas de los muros-de-la-patria-mía esperando que, en su resistencia por tenerse vertical, dejen entrar los rayos de una esperanza brillante y digna.

J.M. Novoa

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