viernes, abril 26, 2024
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Mi primo es Ignacio González

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Me encantaría ser uno de esos periodistas y escritores malditos. Lo estoy viendo, barba raída, abrigo con la solapa subida en el pescuezo, enflaquecido por el alcohol, tos de silicótico y un indudable sexappeal; talento en la punta de mis dedos, afición al escocés de malta, una juventud atormentada en una ciudad de provincias que contar y cientos de miles de followers en twitter. Pero no es así, hay que conformarse con lo que nos ha tocado. Aunque no esté maldito, sí tengo cierta simpatía a los que el discurso oficial decide llamar “los malos”.

Si una vez confesé en estas páginas que mi hermano es Nacho Vidal (perdóname, oh hermanito), pásmense con la siguiente coincidencia vital: mi primo es Ignacio González.

En la comida de Navidad se lo advertí, aprovechando que no le gustan los langostinos y no tenía nada que tirarme a la cabeza: “Voy a contar lo nuestro”. Se cabreó, pero como es ingeniero y no político, en lugar de una estratagema para acabar con mi carrera, se negó a explicarme si es bueno tener un coche híbrido. Rencoroso…

Esto que no interesa a nadie viene a cuento de las casualidades de la vida y los que pasan por ella. Y más en la vida de un periodista. Los azares de la vida de un plumilla le llevan a tratar con todo quisque, de la chabola al despacho más noble. Es fácil tomarle cariño a los malditos oficiales. Gente apaleada con saña inquisitorial en las plazas públicas de los medios y las redes sociales, esas en la que todo el mundo es bueno y santo y de noble corazón. Aunque sea de boquilla, como en tiempos de Torquemada.

Una reciente experiencia me llevó a ponerme en los zapatos de un maldito. Hace unas semanas unos generosos irresponsables me invitaron a dar una charla en la fría noche de Logroño. Desafiando los elementos crucé la meseta bajo la niebla y la lluvia, llegué al lugar con cierto desaliño tras cuatro horas solo en un coche –en las que un hombre se vuelve un poco oso–, y solté una perorata inusualmente larga para mis costumbres. Vamos, un peñazo.

Para hablar una hora, según los cálculos de la gente de la radio, hay que soltar unas 14.400 palabras. Pues bien, de las 14.400 palabras, en un momento de cierto paroxismo en la charla, se me escapó una frase mal matizada sobre las subvenciones taurinas. Ni reparé en ello.

Cuando al acabar, metiéndome los faldones sueltos de la camisa y aún con la adrenalina de haber aplastado a palabras a unos pobres logroñeses, vi la cara de espanto de mi amable y generoso anfitrión.

Era normal el espanto: de las 14.400 palabras, una persona dedicada allí a la política, tomó una, hizo de la parte el todo, con el contexto se sopló los mocos y lanzó un twuit demoledor, puesto en mi boca.

No está del todo mal que a uno le den de su propia medicina de vez en cuando.

Cuatro horas de regreso solo cruzando la Meseta bajo la lluvia y la niebla, con Mark Knoffler en el CD –mi coche es viejito– dan para mucha reflexión y para un acto de contrición.

Con Ignacio González tengo una infancia en común y mucho cariño. Es mi primo, al que no sé si le hace gracia llamarse parecido a Jaime Ignacio González González, un tipo bastante más conocido que él.

Pero estas son las circunstancias y los malentendidos de la vida. Mayores aún si eres plumilla. En mi lista de contactos de teléfono hay varios malos oficiales. En parte es mi obligación hablar con todo el mundo, pero es verdad que a muchos les tengo afecto y puedo asegurar que, oídas sus vidas, visto el panorama, cada vez soy menos amigo de quemar a nadie en la plaza pública. Llámenlo síndrome de Estocolmo y enciendan la cerilla, si quieren.

En este mundo lleno de matices, sutilezas y afectos personales, a un amigo mío le están dando para el pelo estas semanas tan navideñas. Yo le digo que es la Bruja Blanca de Narnia, pero me mira con cara de que he fumado algo raro.

En aras a la deontología, debo dejar claro que este amigo mío y yo comemos y tomamos refrigerios de tarde en muchas ocasiones. Y también, que pese a que algún deslenguado esbirro de la Bruja Blanca diga que es tacaño, cada vez pagamos uno, más que nada porque los dos estamos igual de tiesos.

A mi amigo Juan, político, le han mirado hasta la talla de calzoncillos –un secreto bien guardado–, y tiene algo que es equivalente a cuando te hacen un TAC y sale que no hay tumores malignos. La poli ha dicho textualmente que “no ha cometido ningún delito”. Ah, pero cuando el perro muerde no deja la pierna sin marca, ni su orgullo sin dejar una coda maligna. Se llama sospecha: “debía saberlo”. El relato oficial le ha dado para el pelo solo con eso. La parte por el todo, el contexto para limpiarse mocos, ah, y la presunción de inocencia, que es como la virginidad de las antiguas folcklóricas: una coña de boquilla.

A mi amigo lo han quemado en la plaza pública, no sé si con ungüentos y vendas podremos salvarle de la ira de la Bruja Blanca. No sé si esto, que no habla de Belén Esteban ni de la Pedroche lo va a leer alguien. Pero desde aquí digo y pido: lapidar, quemar, apalear, tiene poca vuelta atrás. Piénsenlo mientras agarran el bidón de queroseno.

Joaquín Vidal

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