sábado, abril 27, 2024
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Ciencia y Papas

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En 1600, siendo Papa Clemente VIII, fue quemado vivo por hereje, tras ser excomulgado y torturado, un monje dominico, Giordano Bruno, que se dedicó a la filosofía y a la astronomía además de la religión. Una de las acusaciones formuladas, aunque no la principal, fue la de haber afirmado que el universo contenía un número infinito de mundos habitados por animales y seres inteligentes. En 1633 Galileo, que apoyaba la teoría heliocéntrica de Copérnico, que disgustaba a influyentes eclesiásticos geocentristas, fue obligado por la Inquisición a abjurar de sus teorías. El destino de Giordano Bruno debió ser un estímulo convincente para abjurar. Luego el Papa, entonces Urbano VIII, conmutó la pena de prisión perpetua de Galileo por otra de residencia forzosa. Curiosamente, Clemente VIII había fundado una academia científica en 1603, encabezada por Galileo. La academia quedó, naturalmente, en el olvido. Refundada en 1847, Pio XI le dio en 1936 su actual nombre de Pontificia Academia de las Ciencias.

Cuatrocientos años después de la quema de Bruno el Papa Francisco ha reconocido el pasado 27 de octubre en una intervención en esta Academia la teoría del Big Bang y, consecuentemente, la evolución del universo, de la naturaleza y la asociada de las especies, también conocida como darwinismo por el británico Charles Darwin que con el concepto de “selección natural” dio a mediados del siglo XIX un sentido al evolucionismo. El Big Bang es una teoría más reciente. Concebida en el siglo XX, no suscitó en el seno de la Iglesia la misma oposición al darwinismo. Este reconocimiento papal es importante en dos sentidos.

Por una parte por «santificar», dicho coloquialmente, la teoría del Big Bang según la cual nuestro universo es fruto de una singularidad inicial que con su posterior expansión y evolución formó el Universo actual que sigue expandiéndose y evolucionando. Para el Papa es Dios quien provocó el Big Bang mientras que para otros, como el científico británico Stephen Hawking, la intervención divina no fue necesaria.

Por otra parte no es posible admitir el Big Bang y la consecuente evolución del universo sin aceptar la evolución de la especies, incluida la humana. Sería una contradicción de las más absolutas. Habrá a quienes les cueste aceptar que la primera humana científicamente considerada no es Eva sino Lucy. Su esqueleto, viejo de más de tres millones de años, fue encontrado en Etiopía. Una canción de los Beatles inspiró el nombre informal que le dieron sus descubridores. Aunque aparezcan esqueletos más antiguos, fue en África donde tuvo lugar la conversión gradual de una rama de primates en humanos antes de posteriores emigraciones a los otros continentes. Si difícil es para algunos tener que alejarse de un Adán y Eva creados a semejanza nuestra más que de Dios y representados con tez blanca cuando debió de ser negra, más difícil puede serles aceptar que descendemos del mono, también coloquialmente hablando, pero Francisco al reconocer el Big Bang no puede dejar de aceptar la evolución de las especies, incluida la humana. Enterrado queda el creacionismo y más cosas, quizás milagros, al señalar Francisco que Dios no actúa como un mago con una varita.

Como es lógico, la visión papal incluye también la intervención divina en la transición del mono al hombre. Pero del mismo modo que en la creación del universo la disputa entre creyentes y científicos es sobre su desencadenante, divino o no,  y a cada cual le incumbe la carga de la prueba (la fe frente a la teorización y experimentación científica), en el caso de la humanidad le será más difícil a la Iglesia situar el momento de la introducción del alma en un ser humano salvo que la ciencia identifique con precisión la característica que hizo humano a un primate y el momento de su aparición.

Francisco ha demostrado inteligencia y sentido común al reconocer el Big Bang y sus consecuencias. Pero ello no exime al Papa, en el necesario objetivo de seguir modernizando la Iglesia, de abordar otros importantes temas de actualidad como la igualdad de género en la propia Iglesia (¿para cuándo párrocas, obispas, cardenalas y una papisa?), el matrimonio de los sacerdotes (¿cómo puede un célibe profesional entender verdaderamente los problemas de pareja y de familia?) y ser una Iglesia de los pobres (y no del poder). Aunque ha empezado a encarar la pedofilia, la legitimidad de la homosexualidad y unas finanzas bien ordenadas en el Vaticano, le queda, como vemos, mucho camino aún por recorrer y no hace falta ser religioso para entender las ventajas de una Iglesia verdaderamente sintonizada con la realidad social. El reciente Sínodo de la Familia celebrado en Roma parece haberse inclinado por concepciones más liberales que las tradicionales como aceptar, pe, el acceso a los sacramentos de los divorciados vueltos a casar (civilmente), pero queda la formalización de esta liberalización… ¿Cuándo?

Carlos Miranda

Embajador de España

Carlos Miranda

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