viernes, abril 26, 2024
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El obispo de Tiro

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Una de las entusiastas monjas que quedaban en el Beirut de aquella época fue la que me insistió para que visitara a Jean Haddad. Si uno va hasta allí, me decía, no puede dejar de visitar a nuestro buen obispo de Tiro, un auténtico santo.

El viaje hasta la ciudad del sur no dejaba de tener su enjundia. Había que ir temprano a la plaza Cola, agenciarse hueco en un taxi colectivo -los venerables y al parecer indestructibles mercedes de los años setenta-, negociar el trayecto, rebajar la tarifa sugerida por el chófer, acomodarse de la mejor manera y esperar a que llegaran más pasajeros, cuyo número dependía tanto del humor del conductor como del agotamiento de los que ya aguardábamos.

Al cabo, en medio de una negra humareda, arrancaba el taxi, entre las vibraciones del motor que a cada bache amenazaba con griparse y las distorsionadas canciones de una atronadora cinta de Um Qulzum que se enganchaba cada dos por tres. Una vez fuera de Beirut la cosa mejoraba. El aire del mar entraba a raudales por las ventanillas, haciendo revolotear el humo del cigarrillo del chófer que, de vez en cuando, soltaba el volante para sacudirse la ceniza de los pantalones. La única precaución consistía en esquivar a tiempo los socavones de la autopista. El coche avanzaba a buen ritmo, entrando y saliendo de las poblaciones intermedias. Los pasajeros fueron apeándose a lo largo del tortuoso camino. Unos en Beitedín, otros en Nabatia y en Sidón. A media tarde llegamos a Tiro.

El chófer me deja en Abú Yamra, la calle principal de Tiro. Un vendedor de fruta, apoya en la acera su destartalado carrito de madera, mientras bajo un laberinto de cientos de cables telefónicos gesticula a dos manos para indicarme dónde está el palacio del obispo, apenas a dos manzanas.

El timbre resuena tras los vetustos muros, en ecos que se repiten atravesando patios abandonados. Al cabo del tiempo se descorre el cerrojo con un chirrido oxidado. Claro que puedo visitar al obispo, me dice la anciana monja. Me pide que espere en un enorme salón vacío, en el que sólo hay un tresillo ajado, una mesa baja y un ingenuo cuadro de San Marón. Al rato regresa la monja. Trae una bandeja con el café, vasos de agua y una fuente repleta de cigarrillos de diferentes marcas, ya que en El Líbano, cuando se visita a alguien, una de las cosas de peor educación que puede hacerse es fumar los cigarrillos que uno lleve.

El anciano obispo entra en el salón muy despacio, casi arrastrando los pies. Lleva sotana blanca, con el fajín y el solideo morados. La cruz episcopal es de metal blanco. La monja sirve el café y ofrece de nuevo cigarrillos. El obispo elige uno de una marca egipcia. Mientras las volutas de humo suben hacia el techo, cuenta en un francés arcaico cómo la convivencia y la tolerancia entre las religiones han sido constantes en la historia milenaria de esta ciudad y cita, con ojos soñadores, al gran poeta Abbas Beydoun, cuando en unos de sus poemas se preguntaba quién, caída Tiro del bolsillo de la Historia, podría empujarla de nuevo al mar.

Ignacio Vázquez Moliní

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