viernes, abril 26, 2024
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La fabulación de la Historia

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Aunque parezca que a lo largo de los años haya ido difuminándose, persiste todavía la tendencia a creer que lo escrito, al contrario que lo hablado, conlleva una cierta áurea de veracidad.

Es la diferencia entre la certidumbre de lo que se publica frente a la fabulación de lo que se narra, la seriedad del escrito frente a lo inventado del cuento. Algunas lenguas semíticas disponen de una voz específica que delimita el alcance inapelable de lo escrito: maktub, dicen los árabes para indicar que algo queda determinado y que la voluntad de los hombres para nada puede alterar. En otras culturas, las sentencias se graban, como entre nosotros se hace con las lápidas de los muertos, sobre el inapelable mármol.

De esta manera, todo autor sabe, o debería saber, que sus lectores tienen una tendencia a creerse lo que leen, o mejor dicho, a pensar que lo narrado en las páginas de un libro es de alguna manera cierto, no tanto con una certidumbre histórica como con la lógica de lo que se les va contando.

Todo esto resulta todavía más evidente en el caso de las novelas históricas, a las que el lector se enfrenta con una actitud todavía más crédula que le predispone, no ya a creerse cualquier impostura, siempre y cuando se le presente bien aderezada con varias pinceladas de verosimilitud, sino hasta a comulgar con ruedas de molino.

El autor puede entonces convertirse en un auténtico pícaro que transforma, con artes más propias de trilero que de avezado narrador, aquellos acontecimientos históricos que mejor le convengan en episodios que, aunque no sean sino meras fantasías, se presentan como hechos probados y comprobados. Ni que decir tiene que esta superchería sigue funcionando porque los lectores actuales no disponen de esa mínima formación que les hubiera permitido enfrentarse críticamente a aquellas fabulaciones que se les presentan como si se tratara de hechos históricos.

Es así como en ese campo bien abonado que es el imaginario colectivo van sembrándose las semillas de la distorsión. Antes o después, darán fruto. Ya se verá luego si es el apetecido.

Todo esto viene muy bien cuando se pretende, por ejemplo, no ya resucitar un cierto espíritu nacional, sino crearlo desde la nada identificando los elementos de eso que los alemanes denominaban Volksgeist. Así, lo primero que hay que hacer es decidir que tal o cual acontecimiento menor, ocurrido hace tres siglos, en realidad no es lo que hemos sabido siempre, -por ejemplo, un episodio de la Guerra de Sucesión de la corona española-, sino la lucha a muerte de un pueblo frente a otro en defensa de sus libertades históricas. Hay entonces que olvidar que se estuviera apoyando a un pretendiente tan absolutista como el otro, desempeñando tan sólo un papel secundario de mero peón de las grandes potencias de la época, para afirmar que en realidad se defendía la independencia de una nación oprimida, que ya desde remotas épocas vivía en democracia y había hecho de valores más propios del siglo XXI que del XVIII, el eje central de su sistema político.

Ignacio Vázquez Moliní

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