viernes, abril 26, 2024
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Anatole France

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Algunos autores no se merecen el olvido en el que se encuentran. Sus obras, situadas al margen de modas pasajeras carentes de cualquier criterio literario, se han visto relegadas a los rincones más remotos de las librerías. Esos libros, sin embargo, siguen aportando mucho a sus cada día más escasos devotos y entregarían todavía mucho más si los lectores actuales, en lugar de guiarse por los dictados consumistas de la industria editorial, eligiesen sus lecturas siguiendo aunque fuera sus propios gustos literarios, sin acatar las órdenes de un mercado en el que la novedad, la inmediatez y la ausencia de complicaciones narrativas son los únicos criterios válidos.

El libro que se impone al lector actual es el que acaba de salir de imprenta. Una obra que tenga más de seis meses pierde todo su interés. Además, como consecuencia de esa breve vida, los volúmenes tienen que estar disponibles al mismo tiempo en todos y cada uno de los puntos de venta, ya sean gasolineras, aeropuertos o supermercados y más raramente en las librerías. Por último, la historia narrada ha de ser sencilla, sin complicaciones excesivas y, todavía mejor, con algunos elementos narrativos que adelanten inequívocamente, incluso hasta para el lector menos perspicaz, cuál va a ser la siguiente sucesión de escenas.

Nada más alejado de este panorama actual que las novelas de Anatole France. Tal vez sea por ello, según afirma algo socarrón uno de mis amigos, que en toda Europa, para sus muchas novelas, quedamos apenas un puñado de lectores. Cada uno toca, por tanto, a varios miles de páginas.

Qué duda cabe que Anatole France, heterónimo de François Thibault, sufrió desde temprano el castigo de este injusto olvido. Por una parte, los pretendidos escritores modernos apenas esperaron a su fallecimiento, en 1924, para condenarle al más absurdo ostracismo literario. Los surrealistas, y sobre todo Louis Aragon, convirtieron sus obras en la diana preferida hacia donde lanzar toda clase de dardos ponzoñosos. Quizás esa militancia tan sospechosamente activa no estaba desprovista de una cierta envidia ante su ingente producción literaria y frente a la altura moral del autor que, entre otras muchos decididos gestos similares, no dudó un instante para devolver su Legión de Honor cuando Zola se vio privado de la suya por el vergonzoso asunto Dreyfus, o para denunciar, cuando todos los demás callaban, la burda manipulación jurídica que permitió fusilar a Francisco Ferrer Guardia.

Fue también Anatole France, hijo y nieto de libreros, un gran defensor del libro como instrumento esencial para conseguir un mundo más libre, basado en la educación y en el mérito, donde se superasen las injusticias sociales. Vigiló personalmente la impresión de sus obras, en las cuidadas ediciones de Calmann-Lévy, con sus tipografías mayúsculas en rojo y los ingenuos grabados sobre madera que ilustran algunos capítulos, de las que existen algunas excelentes traducciones españolas, como la de 'Los dioses tienen sed'.

Otro elemento que hay que tener muy en cuenta a la hora de recordar a Anatole France es el de que recibió el último premio Nobel otorgado por méritos puramente literarios, después de Hamsun. Esta afirmación queda demostrada al comprobar que al año siguiente a quien se lo dieron fue, ni más ni menos, que a don Jacinto Benavente.

Ignacio Vázquez Moliní

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