sábado, abril 27, 2024
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La despedida de un almirante

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Departiendo con el Almirante Mike Mullen, el jefe del Estado Mayor de la Defensa, en su última semana en el puesto, acabé preguntándome si no estaremos entrando en una era «post-militar» en la que nuestro alto mando comprende que los problemas mayores no se pueden resolver a través del uso de la fuerza.

Una y otra vez las versiones de este tema afloraron durante mi conversación con Mullen. Ha sido, por aclamación popular, un jefe del estado mayor muy eficaz que devolvió el cargo a la relevancia en el proceso de decisión de las cuestiones de seguridad nacional. Pero el problema que deja sin resolver reside en la periferia de la esfera militar, donde no alcanza el armamento convencional.

El columnista Joe Klein equiparó en tiempos a Mullen con un «galeno de cabecera», y eso es lo que viene siendo para el ejército, el gran tipo de rostro y sintaxis consistentes que no siempre analiza pero que tiene el aspecto de mando militar y que no cede a los políticos más allá de lo idóneo dentro de nuestro sistema.

Los oficiales son por naturaleza expertos en resolver problemas a los que les gusta arreglar las cosas, o disparar contra ellas, o desbordarlas de alguna otra forma. Lo que despierta una sonrisa en el rostro de Mullen, de inmediato, es pues la hazaña de la intervención militar directa de la incursión del 2 de mayo que costó la vida a Osama bin Laden. Mullen recuerda el caos que fue la operación Desert One de rescate de los rehenes iraníes en 1980, helicópteros que no funcionaban, cazas que se estrellaban, escasez de repuestos, instrucción militar inadecuada. Contemplando aquella catástrofe, recuerda: «Intuí que como ejército teníamos problemas».

En la incursión de Abbottabad fue evidente que este problema de competencia está prácticamente superado. El Mando de las Fuerzas Especiales estadounidenses lleva a cabo misiones cada noche casi igual de complicadas que el asalto a bin Laden. Mullen tilda a la actual maquinaria militar de espantosamente eficaz: «Unos efectivos curtidos y con experiencia en combate, extraordinariamente disciplinados, competentes y totalmente profesionales».

¿Pero cuáles son los problemas más profundos y difíciles a los que se enfrenta la generación de oficiales de Mullen? Están relacionados con los conflictos políticos de naturaleza ideológica, y la administración pública, y factores psicológicos sutiles que impiden a la gente hacer lo que le conviene.

La mayor frustración de los cuatro años de Mullen como jefe del estado mayor es claramente Pakistán. En los primeros momentos decidió forjar una relación personal con el General de cuatro estrellas Ashfaq Kayani, con la esperanza de poder tender un puente sólido entre los dos países. Mullen afirma que echando la vista atrás no se dio cuenta del alcance del «déficit de confianza».

A Mullen le fue quedando cada vez más claro que los problemas de Pakistán están empotrados en el tejido económico, político y cultural del país. Están en «una caída progresiva», explica Mullen, y esto no es algo que América pueda solucionar.

Pero la esperanza es lo último que pierde el corazón militar. Pregunto a Mullen si Pakistán «la fastidió», pero el militar insiste en que el cuento no ha terminado: Kayani todavía quiere cooperar; el General James Mattis, comandante de Centcom, finalizaba justamente una visita fructífera el pasado fin de semana; y demás.

Y luego está Afganistán. Mullen insiste en que no se trata solamente de una cara partida en tablas, que «las perspectivas son buenas» y que «se ha movido en la dirección correcta». Pero también sabe que la definición de éxito reside en transferir la responsabilidad a un ejecutivo afgano debilitado por problemas de administración pública y corrupción. En ese sentido, todos los galones de la cúpula militar estadounidense no van a bastar, no cuando la definición de victoria viene tan entrelazada con política y conflictos ideológicos.

Lo que preocupa a Mullen es que esta magnífica fuerza militar profesional se ha convertido en una tribu independiente de América, muy poco conectada al resto del país: «Ellos no conocen la profundidad y la amplitud de lo que se ha venido desarrollando, las cifras del despliegue, la tensión del destacamento, las cuestiones de suicidios, la extraordinaria actuación».

Mullen sabe que su herencia más importante será una cuestión jurídica e ideológica, poner fin a la discriminación de los homosexuales en el ejército desmantelando la legislación Clinton «don’t ask, don’t tell». Lo hizo por motivos de conciencia y nunca se arrepintió. Fue un momento de liderazgo, puro y simple.

Mientras Mullen se prepara para marcharse el viernes, el ejecutivo federal se estremece con la política de la parálisis. Le pregunto entonces, como última cuestión, por las divisiones políticas que ha tratado de superar como jefe del estado mayor independiente. Reflexiona en voz alta diciendo que es infrecuente dar lecciones de administración pública al Primer Ministro iraquí Nouri al-Maliki cuando «hay muchas cosas que no captamos» en el país.

Lo que América necesita, dice por último, es la misma obediencia que hace que el ejército funcione, que reside en la «obligatoriedad de los resultados» El sistema político que funciona, se encuentre en Islamabad o en Kabul o en Washington, es aquel que acepta la responsabilidad de resolver los problemas que no requieren el recurso a las armas.

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David Ignatius

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