domingo, abril 28, 2024
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El rapapolvo del Papa

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Desde cualquier punto de vista humano, el Papa Benedicto XVI y la Iglesia Católica estadounidense están siendo blanco de duras críticas durante el presente el episodio de indignación a cuenta de los abusos sexuales clericales.

Lejos de ser indiferente o cómplice, el entonces cardenal Joseph Ratzinger se contó entre los primeros en Roma en abordar seriamente el escándalo. Durante gran parte de su ministerio como secretario de la Congregación de la Doctrina de la Fe, el futuro Papa no tenía ninguna competencia para investigar la mayor parte de los casos de abusos sexuales. Los obispos locales estaban a cargo, y algunos faltaron de forma espectacular a sus deberes morales. No fue sino hasta el 2001 cuando el Papa Juan Pablo II encargó a Ratzinger la revisión de cada caso con credibilidad de abusos sexuales. Mientras hacía acopio de estos documentos, los ojos de Ratzinger se abrieron. La iglesia se volvió más activa apartando de su ministerio a los sacerdotes con comportamientos impropios -a los que Ratzinger describió acertadamente como «enfermedad»- tanto a través de procesos canónicos como mediante la sanción administrativa.

«Benedicto -afirma el reverendo Thomas Reese, de la Universidad de Georgetown- se hizo cargo de la dimensión de la crisis. Al igual que muchos otros obispos, al principio no la entendía… Pero se hizo cargo de su dimensión porque escuchaba lo que los obispos estadounidenses tenían que decir. De hecho, él lo captó con mayor rapidez que el resto del Vaticano.»

Y la Iglesia Católica estadounidense -antes en negación destructiva- ha afrontado el problema directamente. Es difícil defender que se hizo justicia en los casos de algunos destacados pederastas y los obispos que les ampararon y desplazaron. Pero también es difícil negar que la Iglesia ha avanzado con una política de tolerancia cero. La gran mayoría de los casos de abusos tuvieron lugar hace décadas. En el año 2009, seis denuncias de abusos con pruebas relativas a personas que actualmente son menores fueron trasladadas a los obispos estadounidenses, en una Iglesia con 65 millones de fieles.

Algunos no van a permitir que estos hechos se interpongan en un buen escándalo clerical. Las caricaturas editoriales participan del anticlericalismo gratuito. La acusación implícita es que la Iglesia Católica queda de alguna forma desacreditada por la existencia de la depravación humana -una doctrina que lleva impartiendo más de dos milenios-.

La mayoría de las acusaciones actuales, como he dicho, no son justas desde cualquier punto de vista humano. Pero la Iglesia cristiana, en sus diversas variantes, no es únicamente responsable ante los estándares humanos porque se suponga que es más que una institución humana. Aparte del daño mental, emocional y espiritual causado a los menores, éste ha sido el aspecto más inquietante de la primera reacción católica al escándalo de los abusos durante las últimas décadas: el confinamiento de la Iglesia a la categoría de una organización interesada más. En un caso tras otro, los líderes de la iglesia han intentado (y fracasado) proteger a la institución del escándalo, igual que una Casa Blanca que intenta contener una mala noticia, o una petrolera que intenta evadir la responsabilidad de un vertido.

Desde cierta perspectiva, esto es comprensible. Una Iglesia existe en el mundo real de las relaciones con los donantes y la exposición legal. Pero el proceso normal de gestión de una crisis puede implicar un error teológico, a menudo repetido en la historia de la religión.

Es la tentación constante de los líderes religiosos -católicos, protestantes, musulmanes o hindúes- practicar la religión de la tribu. El objetivo es buscar el reconocimiento público a sus propias convicciones teológicas y la salud de sus instituciones religiosas. A lo largo de muchos siglos de historia occidental, la Iglesia cristiana compitió y cultivó influencias junto a los demás intereses, siguiendo una agenda tribal a expensas de los judíos, los herejes, los «infieles» y los príncipes ambiciosos. La mentalidad todavía se puede detectar, en sus variantes más leves, cuando los líderes cristianos hablan de «devolver América a Cristo» o cuando pagan el silencio para ahorrar el escándalo a la Iglesia. La tribu debe ser defendida.

Pero la religión de la tribu es de por sí exclusiva, diferenciándonos a «nosotros» de «ellos». Por tanto socava una enseñanza fundamental del cristianismo: la igualdad radical humana en la necesidad y la gracia.

La trayectoria de la historia cristiana moderna ha consistido en el distanciamiento parcial y optimista de la religión de la tribu en favor de la religión de la humanidad, una teología que defiende un ideal universal de los derechos humanos y la dignidad, de cuyo triunfo todos se benefician. Y la Iglesia Católica ha encabezado esta transición. Detractora reaccionaria del individualismo y la modernidad en tiempos, ahora es uno de los principales defensores globales de los derechos humanos y la dignidad.

La reacción inicial de la Iglesia Católica al escándalo de los abusos sexuales fue con frecuencia inexcusable. Ahora, a través de su honestidad y su transparencia, puede mostrar el compromiso con la dignidad humana, que incluye a cada víctima de abusos.

© 2010, The Washington Post Writers Group

Michael Gerson

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