sábado, abril 27, 2024
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Bélgica, una meditación

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A veces oímos que Bélgica es un Estado fallido, sobre todo tras los atentados del aeropuerto de Zaventem y el metro de Maelbeek. Además de ser una afirmación falsa, parece algo arrogante, como si nos gustase censurar a los otros, creyéndonos mejores.

Es cierto que el Estado belga fue siempre demasiado permisivo con los terroristas, por ejemplo con los etarras que allí se refugiaban en total impunidad e inmunidad. Quizás los atentados les haga reflexionar sobre los límites de la tolerancia porque el terrorismo ya no es algo “que les pasa a los otros”.

Claro que Bélgica tiene sus problemas, como la división entre flamencos y walones, como la elefantiásica y laberíntica administración, cortada al gusto de los nacionalistas, sin racionalidad. Aunque en Bruselas se despliegan banderas belgas, los atentados terroristas no han apagado el irredentismo, que sigue latente. Quizás es el modelo que quieren Puigdemont y la CUP.

Pero la convivencia es correcta, si no se aman se toleran, y su espíritu liberal, su paciencia, hacen que la vida cotidiana siga su camino. Los belgas carecen de soberbia y de arrogancia. Si a veces son taciturnos no es una reacción de antipatía, sino quizá producto de ese cielo gris donde un canal se ha ahorcado, como decía Jacques Brel, “avec un ciel si gris qu’un canal s’est pendu…”. Su canción Le Plat pays describe perfectamente lo que es Bélgica.

Con un desempleo del 8,9%, un crecimiento industrial del 5,9% en febrero, una balanza de pagos bastante equilibrada, Bélgica sigue próspera. La tolerancia hacia las minorías es generosa; visítese Matonge, el barrio congolés de Bruselas, o los barrios de Molenbeek o Scharbeek, de mucha población marroquí y turca, respectivamente. Que haya guaridas de terroristas y personas que les escondan y ayuden, no convierte a todos los belgas en irresponsables ni a sus autoridades en incompetentes.

Que haya guaridas de terroristas y personas que les escondan y ayuden, no convierte a todos los belgas en irresponsables ni a sus autoridades en incompetentes.

Bélgica vibra siempre con ideas, con diseño, poesía, canto, música, arte, es el paraíso de la bande dessinée o comics, las buenas librerías de nuevo y de lance, y mucho, mucho teatro. El país no está parado ni adormecido, aunque le pesa, como una hipoteca, el gravamen de la excesiva burocracia de la Unión Europea.

En España conocemos Bélgica de pasada (el chocolate, la cerveza y les moules et frites), y consideramos Bruselas como la metonimia de la estólida Unión Europea. Pero no vendría mal explorarla mejor, conocer mejor la historia (tan entrelazada con la española durante dos siglos). Y que los editores se atreviesen a publicar tantos escritores belgas aquí desconocidos, como Liliane Wouters, Armel Job, Pierre Mertens, Patrick Roegiers, Christopher Gerard, o los desaparecidos Bauchau o Suzanne Lilar. Ellos son sólo algunos de los que nos devuelven hoy esa Bélgica, flamenca o walona, que muchos han ignorado.

Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye

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