viernes, mayo 3, 2024
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El viejo que no sabía leer

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Pasa las horas sentado en un banco público de la calle Bravo Murillo. Haga frío o calor, llueva o nieve, él siempre está allí, bien arreglado, con su viejo traje, camisa y corbata. Un cigarrillo cuelga de su boca, a pesar de que el médico le tiene prohibido la nicotina desde tiempo inmemorial.

Cuando su mujer falleció, hace algunos años, sintió el dolor más profundo e inhumano que una persona es capaz de padecer: la espada fría de la soledad clavada en su alma. Habían sido demasiados años juntos, desde que se conocieron en aquel pueblecito de Ávila y decidieron instalarse en la capital, en busca de un futuro. Años de duro trabajo en la construcción, de cuidar a sus tres hijos los domingos, a pesar de estar reventado, ayudando lo posible a su esposa, que estoicamente aguantaba el peso de la maternidad a solas.

Poco a poco, peseta a peseta, lograron hacerse con un pisito en el barrio, comprar un seiscientos y con el paso de los años, una casita en Torrevieja al lado de la playa, para sentir el aire fresco del mar en el rostro ajado por el sol y el frío del tajo.

Después de quedarse solo, animado por amigos del barrio, empezó a acudir a una sala de fiestas del centro de Madrid para bailar y conocer alguna dama de su edad, a ser posible un poco más joven, pero pronto se dio cuenta de que aquello no era lo suyo, que cada sábado por la tarde que se acercaba por el baile, alguno o alguna ya no estaba. Entonces preguntaba al camarero y este, con voz ronca y mirada ausente, siempre le contestaba lo mismo:

-¿No se ha enterado usted? Ha fallecido.

Fue entonces cuando aprendió a convivir con la muerte, como si la llevase cosida a su piel; siempre presente allá donde fuera o estuviere. Decidió esperarla cada mañana sentado en aquel banco de la calle Bravo Murillo, con su cigarro colgando de la comisura de los labios y la corbata que su mujer le había regalado el día de su jubilación.

Aprendió a convivir con la muerte, como si la llevase cosida a su piel

La pensión siempre había sido escasa y le daba vergüenza pedir prestado a sus hijos, así que los sábados por la tarde, se acercaba al Carrefour y compraba una botella de vino barato y unas aceitunas rellenas. Se iba a casa y escuchaba los partidos de fútbol por la radio, que eso de la televisión de pago era mucho para su maltrecha economía.

Además, estaban los dolores de la artrosis, los de aquella vieja lesión mal curada cuando se tropezó y cayó desde el andamio, el colesterol, la hipertensión y todos los achaques de la edad, que en algunas ocasiones le hacían desear el descanso eterno de una puta vez.

Una mañana, cuando bajé de casa a comprar la prensa, como hacia buena temperatura, tomé asiento a su lado para leer las noticias del día. Él, después de mirarme durante un rato, me pregunto:

-¿Qué dicen los papeles? ¿Nos subirán la pensión o no?

Yo, amablemente, contesté:

-Tenga usted el periódico, ya lo he leído. Quédeselo.

Volvió la cara hacia el suelo y con mucho reparo, sin mirarme, con la vergüenza reflejada en el rostro, dijo:

-Gracias hijo, pero no sé leer.

-No se preocupe, se lo leo yo.

Y lo que comenzó como un encuentro casual, se trocó en costumbre. Todas las mañanas me sentaba junto a él, leyéndole las noticias más relevantes.

Para compensarme, me hablaba de su vida, de cuando hizo la mili en Ceuta, de cuando fue al Bernabéu y vio jugar a Di Stefano que era mucho mejor que Maradona, de cómo colocar los ladrillos rectos con una plomada, de las obras en las que había participado y que consideraba un poco hijas suyas; de cómo había estado cuarenta y tres años con su mujer, sin faltarle jamás el respeto. Y siempre, como una letanía, concluía diciendo:

-Tantos años de trabajo, tanto dejarse la vida para lograr tener un futro, para esto, para terminar sentado en banco de la calle esperando a que me metan en una caja de pino. Lo he dado todo por mis hijos para que fueran mejor que yo,  pero ya ves, ahora no soy más que un viejo inútil, un estorbo.

La lección más importante que una persona puede darte: la humildad, el coraje y el sacrificio por los demás

No lo sabía entonces, pero aquellas palabras quedarían grabadas en mi mente para siempre.

Una mañana, bajé como de costumbre, compre el periódico y me senté en el banco. Pero no acudió, ni al día siguiente, ni al otro. Entonces decidí preguntar al portero del edificio donde vivía. Este, mientras fregaba el portal, me contestó:

-¿No se ha enterado usted? Ha fallecido.

Y desde entonces, leo la prensa en mi casa. No he vuelto a sentarme en aquel banco y de vez en cuando, pienso en todo lo que aquel hombre sencillo, enjuto, con los ojos empequeñecidos por la edad, me enseñó. La lección más importante que una persona puede darte: la humildad, el coraje y el sacrificio por los demás. Toda una generación de españoles abandonó el legítimo egoísmo por el bien de sus hijos, levantó un país de sus ruinas, sentando las bases de la España moderna.

Ellos lo hicieron por nosotros a costa de sus propias vidas y ahora les damos la espalda.

Somos unos malditos desagradecidos.

José Romero

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