domingo, abril 28, 2024
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Un periodista especial

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Fue hace 30 años que Tewfik Mishlawi confesó lo que podría sonar a ambición mundana, pero contenía la sublime chispa que durante el último año ha asolado Oriente Próximo: dijo querer crear el primer servicio de noticias árabe independiente.

Mishlawi falleció en Beirut el martes a los 76 años de edad, sin lograr del todo ese objetivo. Pero por el camino creó su propio boletín escrupulosamente honesto, el llamado Middle East Reporter, que fue la chuleta cotidiana de una generación de periodistas y diplomáticos. Trabajaba para media docena de publicaciones más, y formó a cantidades ingentes de periodistas, incluyéndome a mí. Triunfó en su vocación permanente, que era contar la verdad.

Mishlawi era uno de mis héroes, y quiero reservar un momento para recordarle, y de paso explicar cómo el siniestro del Primavera Árabe fue alimentado por personas como él a lo largo de muchas décadas. Vivían en estados policiales, en ocasiones en el exilio de su patria, bajo la amenaza de torturadores y terroristas. Pero nunca renunciaron a la esperanza de que el coro árabe de mentiras se descompusiera.

Mishlawi fue mi corresponsal de Beirut pagado por línea cuando empecé a cubrir Oriente Medio para el Wall Street Journal en 1980. Tenía 30 años, en todos los sentidos. Aunque Mishlawi trabajaba para mí técnicamente, él era mi maestro. Pasábamos horas en su despacho de la calle beurití de Rue Spears, o aguantando la barra del Commodore Hotel mientras personajes de dudosa catadura (yo sospechaba que eran agentes de diversos servicios de Inteligencia) se esforzaban por pegar oreja a nuestras conversaciones.

Le encantaba trasnochar riendo y contando historias, pero cada mañana se levantaba mucho antes del alba para preparar la siguiente edición del Middle East Reporter, que era una criba anotada de la prensa árabe y de la radio y las emisiones de televisión estatales. El boletín era una valiosísima guía de las maquinaciones de los árabes, sobre todo porque Mishlawi y sus colegas editoriales eran siempre sinceros, dando un repaso claro y conciso a cada intervención altisonante.

Beirut era un municipio en el que todo hijo de vecino tenía una opinión, y la mayoría de los periodistas locales estaban en la nómina de algún funcionario o de algún señor de la guerra. Pero Mishlawi y su veterano socio, Ihsan Hijazi, tenían la incorruptibilidad de los periodistas telegráficos de la vieja escuela. Querían sacar a la luz la noticia con rapidez, con precisión y sin exageraciones.

Mishlawi era palestino, natural de Haifa en 1935. Estudió en la Universidad Americana de Beirut y pasó la mayor parte de su vida en esa ciudad, con unas pocas visitas a Estados Unidos. Llevaba una existencia precaria, sobre todo cuando explotaron las tensiones entre los cristianos libaneses y los palestinos en la guerra civil y la ciudad era bombardeada durante horas y a veces días.

Mishlawi y su mujer, Philipa, explicaron en una ocasión que el lugar más seguro para permanecer si comenzaban los bombardeos era el hueco de la escalera — y que los niños nunca tenían miedo, sin importar el ruido del fuego de artillería, mientras sus padres conservaran la calma. Mishlawi era un cliente curtido; el ruido de una deflagración de artillería le hacía levantar una ceja, como mucho, y luego volvía a su vaso de wiski.

Cuando los israelíes sitiaron Beirut en 1982 para expulsar a los palestinos, Mishlawi quedó atrapado en la ciudad. Tenía dos hijos de un matrimonio anterior que vivían en Sidón, ya capturada por los israelíes, y estaba preocupado por ellos. Le daba algo de dinero a título personal, destinado a circular entre los palestinos y luego entre el sitio israelí. Fui recibido en la puerta en Sidón por el hijo pequeño de Mishlawi, que llevaba una camiseta de los Red Sox de Boston y se preguntaba a qué venía todo el escándalo.

Mishlawi contó la crónica de la invasión israelí igual que todo hijo de vecino, a medias entre las dos partes reuniendo cada mañana las intervenciones de todos los implicados. Estuve nervioso porque pudiera correr peligro si los israelíes realizaban la incursión final, así que acudí al comandante de la milicia cristiana libanesa y le pedí un pase especial. Mishlawi pensaba que yo estaba siendo demasiado dramático – las precauciones especiales eran innecesarias, insistía — y como de costumbre, tenía razón.

Mishlawi mantuvo su dignidad y su profesionalidad en un mundo en el que gente poderosa trataba de aplastar a los periodistas independientes — y la libertad intelectual de personas de todas partes. Los chavales de la Plaza de Tahrir y de todos los demás lugares de la revolución nunca lo dirían, pero ellos encontraron un padrino intelectual en el caballero que fallecía esta semana.

Estrella Digital respeta y promueve la libertad de prensa y de expresión. Las opiniones de los columnistas son libres y propias y no tienen que ser necesariamente compartidas por la línea editorial del periódico.

David Ignatius

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