martes, abril 30, 2024
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Chenel. El Torero de Madrid

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Corrían los años 80 y tuve la suerte de concertar una entrevista con Antoñete. Me citó en el hotel Foxá de Madrid, creo que por aquel entonces vivía por Chamartín y nos acompañaba la que ahora, lamentablemente, es su viuda. Recuerdo una frase que jamás se me olvidará: “Un torero no puede salir todos los días a la calle haciendo el paseíllo, pero todo el mundo que lo vea debe saber que es un torero”. Yo, periodista muy joven por entonces, entendí que era el titular de la entrevista y más de veinte años después, con la grabación perdida, no se me ha olvidado ni quiero que ocurra. Ahí encerraba toda una filosofía de vida: honradez o, utilizando el argot taurino, yendo siempre por derecho. Hombre de pocas palabras, igual que su amigo Di Stefano con el que compartió muchas aficiones, las que pronunciaba adquirían la categoría de cátedra.

No puedo evitar llevar esta columna al ámbito personal y recordar que si yo me aficioné a la Fiesta fue por Antoñete y si me desligué de ella también fue por su ausencia. Solo unos años posteriores a su retirada, y porque aún estaba sus herederos naturales, Joselito o César Rincón,  me mantuve interesado en la liturgia de los toros.

Pudiera parecer apocalíptico, pero después de Antonio Chenel no ha habido nada y ningún torero ha entendido la hondura y el clasicismo del toreo castellano. Su sobriedad revelaba su vida y las penurias que sufrió en su plaza de Las Ventas durante su niñez. En alguna ocasión confesó que no bebió leche hasta los 14 años, de ahí la fragilidad de sus huesos. De hecho, para bien o para mal se decía de él que sus muñecas, especialmente la izquierda, eran de cristal. Bendita izquierda y bendito cristal porque debía ser de Bohemia.

También  tuvo otras “fragilidades” personales después de aquel toro blanco de Osborne, pero en los años 80 por necesidad y gracias a buenos amigos, renació y cambió los ruedos.
Recuerdo una de sus supersticiones y cómo en la SER, cuando comenzó de comentarista con Julio César Iglesias primero y Manolo Molés después, había que quitarle la silla amarilla –color institucional de la cadena junto al morado- por otra marrón o negra para que se sentara con confianza. Recuerdo también que, ignorando su fobia, cuando intenté entrevistarlo en el patio de cuadrillas de Las Ventas minutos antes de que hiciera el paseíllo y no respondía a ninguna de mis insistentes preguntas, su mozo de espadas me gritó: ¡Chaval, quita de una puta vez el capuchón amarillo al micrófono!

Chenel, al contrario que sus compañeros de terna, no presentaba una figura estilizada, le asomaba ya la barriga de los cincuenta y a la que había cuidado durante muchos años. Daba igual. Cada faena suya, incluso en las malas tardes, era un compendio de el Cossío. La reproducción de la crónica de Joaquín Vidal que publica Estrella Digital, correspondiente a la faena que hizo el 7 de junio de 1985 y que tuve la fortuna de ver en la plaza, resume la finura y profundidad de su toreo que se prolongó hasta que ya pudo. Nadie como él entendió, como en la vida, el concepto de “dar la distancia” que el toro requería.

Pero sobre todo, Chenel tiene algo de lo que ningún torero ha gozado ni probablemente gozara jamás: ser el Torero de Madrid.

Y ese título “nobiliario” le corresponde a Antoñete, a quien otro periodista, cuyo nombre no recuerdo y lo siento, lo definió como “Chenel número 5”.

Yo prefiero quedarme con el Torero de Madrid.

Adiós Maestro.


Alfonso García

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