lunes, abril 29, 2024
- Publicidad -

Tiempo de realismo, aunque sea duro

No te pierdas...

No por esperadas, las cifras de paro registrado correspondientes al pasado enero suscitan menos preocupación. Vienen a representar que se añadieron casi siete mil personas diarias a las listas de desocupados, creciendo en la mayoría de comunidades autónomas y todos y cada uno de los sectores de actividad.

Quienes esperaban que los datos del Ministerio de Trabajo relativizaran o atenuaran la pésima radiografía transmitida el pasado viernes por la Encuesta de Población Activa (EPA) se han quedado sin argumentos para, entre otras cosas, secundar la tesis gubernamental de que el inmediato futuro será mejor. Aunque tampoco andan sobrados de fundamento quienes han aprovechado para decir que con semejantes tasas de paro no es momento de plantear una reforma del sistema de pensiones. Es verdad que revisar la edad de jubilación o modificar los criterios de cálculo de la cuantía difícilmente va a frenar la destrucción de empleo, pero que ésta persista tampoco va a aplazar los riesgos de desequilibrio que, a medio plazo, amenazan la protección social para el final de la vida activa.

Trazar pronósticos a veinte o veinticinco años puede sonar a ciencia ficción y muchas veces lo es. Quizás por eso muchos no acaban de tomarse en serio las voces que anuncian posibles problemas de sustentabilidad para el sistema público -obligatorio- de pensiones, allá por el año 2025. Pero es oportuno formularlas y, sin que la certeza esté asegurada, la previsión tiene en este caso bastante más fundamento que otras cuya solvencia no se suele cuestionar.

Lo primero que cabría considerar es que la reforma resulta necesaria por simple sentido común. El sistema fue diseñado con una expectativa vital distinta, tanto en años de actividad -cotización- como de supervivencia -percepción-, por no mencionar otros factores. Cuestión distinta es el diseño, alcance y profundidad de los cambios: es precisamente lo que toca discutir -ya tardan-, aun discrepando de cálculos-base que admiten más de una hipótesis.

El primer dato cierto -muy relevante- es la práctica certeza de cuántas personas van a jubilarse cada uno de los próximos veinte años. Otro, casi exacto, es el promedio de supervivencia y por tanto el tiempo durante el cual tendrán derecho a percibir la prestación. Bastante aproximado también es el cálculo numérico de la población potencialmente activa en cada periodo: esto es, el número de cotizantes por perceptor. Pero existen otros que, aunque determinantes, no es tan fácil aproximar.

Uno importante, sin duda, es la tasa de paro que vaya a coexistir en cada momento con la evolución de la pirámide de edad. Pero no importará menos lo que ocurra con la inmigración. Se puede antojar poco probable que se repita un proceso como el vivido la última década, pero nada lo garantiza y sólo hace falta retrotraerse a los cálculos demográficos que realizaba el Instituto Nacional de Estadística (INE) en el 2000, comparándolos con lo que ha ocurrido después: en ningún sitio aparecía como hipótesis que la población rondara 47 millones de habitantes en el 2010.

Frente a esas evidencias, enrocarse en la inamovilidad de lo conquistado puede acabar siendo la mejor forma de precipitar lo peor. A lo mejor, una forma de abordar los cambios y, de paso, propiciar algún consenso podría ser introducir las reformas con grados de voluntariedad o flexibilidad. Permitiría, llegado el caso, graduar su aplicación dependiendo de cómo evolucionen parámetros que se perciben inciertos: tasas de paro e inmigración.

El ejemplo de la edad de jubilación, cuya extensión ha puesto el Gobierno sobre la mesa, puede valer. En cierta medida, ya existen opciones para anticipar individual y voluntariamente el momento del retiro bajo determinadas condiciones y sería cuestión de aplicar algo parecido, a ser posible más contundente, a quienes quisieran posponerlo respecto de la fecha legal.

Aunque sirva para alimentar las imputaciones de perverso neoliberalismo, el simple sentido práctico sugiere avanzar por ahí. Legiones de jubilados no van a poder ser mantenidas como ahora por decrecientes batallones de activos, y no estaría de más aprovechar que muchos forzados a retirarse se lamentan de ello y estarían encantados de poder seguir activos algunos años más.

Claro que para ello no sólo hacen falta incentivos legales: también es preciso que la cultura empresarial, pero también la institucional o la política, cambien y tanto gestores como dirigentes -algunos, por cierto, sexagenarios- dejen de estar obsesionados con el rejuvenecimiento de todo cuanto encabezan… sin el menor rubor por autoexcluirse de tal consideración.

Enrique Badía

Relacionadas

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

- Publicidad -

Últimas noticias

- Publicidad -