jueves, mayo 2, 2024
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Ya no quedan Jean Simmons

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Jean Simmons, fallecida el pasado viernes, aunque no fue de las más grandes estrellas de Hollywood, sí formó parte de su época gloriosa. Una actriz perfectamente reconocible, bella, con «cara de ángel», con la formación típica de los intérpretes británicos, con películas como Grandes esperanzas,Hamlet,Horizontes de grandeza,La túnica sagrada,Sinuhé el egipcio, etc., es sin duda parte de la iconografía del siglo XX. Además, pocas personas gozan del prestigio de haber trabajado para maestros como Mankiewicz, Donen, Cukor, Wyler, Lean, Olivier, Curtiz, Preminger, Kubrik… A pesar de todo, Simmons será sobre todo recordada como la novia del Espartaco de Kirk Douglas y haber bailado junto a Marlon Brando en Ellos y Ellas.

Sin embargo, en estos tiempos de ignorancia y oscuridad, tras conocerse la noticia de su muerte, los teletipos destacaban tan sólo que Simmons había sido nominada dos veces a los Oscar y que había ganado un Globo de Oro por participar en El pájaro espino.¿A eso se reduce ahora la grandeza? Cuando se carece de cultura, información y un mínimo de conocimiento, se acude a lo tangible para destacar la «calidad» individual de cada persona. Y eso, en general pero aún más en lo cultural, es un error de bulto.

El sábado discutía el tema con una conocida. Su juventud, unida a su reciente licenciatura y la LOGSE, la empujó a afirmar rotundamente que mi posición era errónea porque lo realmente importante son las nominaciones a los Oscar. ¿Acaso lo que decidan unos pocos miles de académicos de Los Angeles es dogma de conocimiento? Claro que ella no sabía quién era Jean Simmons ni había visto Espartaco ni Ellos y Ellas. Es lógico suponer cómo cambió de opinión cuando, al día siguiente, Elsa Fernández Santos destacó estas dos películas como las más memorables de la actriz.

Hago esta reflexión porque quizás en todo esto resida gran parte del germen de nuestros muchos problemas. Años de un mal sistema educativo, la molicie moral de la sociedad y la nulidad espiritual nos llevan a fiarnos tan sólo de los datos «objetivos». Hoy en día no se entiende que Simmons, aparte de una cara bonita, es una presencia descomunal porque llena pantalla, porque consigue que te creas que se enamoran de ella Robert Mitchum, Gregory Peck o Victor Mature, actores de cuando el cine aún conseguía hacernos soñar. ¿Podemos imaginarnos hoy otra novia de Espartaco? De ninguna manera.

El asunto no es baladí. Trasladado a las miserias que siempre han interesado al pueblo llano, podemos fijarnos en los cambios que ha sufrido nuestra sociedad. Siempre han existido esas cortesanas que han hecho carrera a partir de la fama de sus amantes. Acordémonos, si no, de Madame de Pompadour, quizás la más célebre de las amantes de Luis XIV.

En España, hace unas pocas décadas, la mujer más admirada del país era Isabel Preysler, que, aparte de haberse casado con un cantante, un marqués y un ministro, tenía cierta elegancia, mucho glamour, y uno pensaba que había algo en ella que la diferenciaba del resto de las mujeres. Tenía lo que vulgarmente se conoce como clase. Ahora, para disgusto de muchos, la mujer más admirada de nuestra raquítica nación es Belén Esteban, que, aparte de sus muchos méritos, se caracteriza fundamentalmente por estar siempre enfadada, por sus malos modos y su lengua llena de palabrotas, barbarismos y vulgarismos. Pero, en lo tangible, esta modesta chica ha pasado de un barrio humilde a forrarse en televisión. Entonces, ¿qué más da cuáles sean sus formas? Lo importante es lo material.

Lamentablemente, los tiempos donde florecen mujeres como Jean Simmons, Audrey Hepburn, Lauren Bacall o Katharine Hepburn han pasado a mejor vida. Por mucho que algunos crean que lo importante de Simmons fuese su nombre inscrito entre los candidatos a una estatuilla, lo importante es que fue una actriz, que trabajó con los mejores directores y «enamoró» a los galanes más célebres. Simplemente acordarse de su papel como la muy formal sargento Sarah Brown enamorándose del canallesco tahúr encarnado por Marlon Brando para terminar bailando y cantando en un tugurio de La Habana sirve para despertar sentimientos contradictorios: por un lado, la dulce nostalgia de lo que era un cine superior; por otro, el certificar que las cosas han cambiado enormemente, no necesariamente para mejor.

Daniel Martín

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