sábado, abril 27, 2024
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El viejo truco de la pirámide

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No es tan extraño que ocurra como que vuelva a pasar. Cientos o miles de inversores que creían haber encontrado algo próximo al milagro de la bíblica multiplicación de los panes y los peces se quedan sin nada: ni capital ni rentabilidad. Hasta el pasado fin de semana se creían entre los más listos: obtenían por su dinero una retribución varias veces por encima de la media del mercado, aunque no todos tuvieran claro sobre la base de qué. Pero hoy hasta es posible que les cueste reconocer que habían picado y han de contabilizar una pérdida más o menos abultada de su patrimonio.

El sistema es viejo, aunque admite distintos grados de sofisticación. En síntesis, consiste en captar dinero prometiendo rendimientos muy elevados. La idea es que los encargados de gestionarlos están dotados de un especial instinto para lograr lo que no logra la mayoría de los demás. Y la clave radica en que el invento mantenga la capacidad de abonar las retribuciones comprometidas a modo de gancho para atraer nuevos partícipes, pero en realidad porque esas nuevas aportaciones son las que permiten abonar los beneficios asegurados a los ya incorporados.

Lógicamente, la cadencia se trunca cuando se frena la entrada de nuevos participantes, o si los adheridos más veteranos comienzan a reclamar el retorno del capital invertido, y por descontado más rápidamente si ocurren ambas cosas a la vez. Algo que suele darse cuando, como ahora mismo, se produce una situación de crisis caracterizada por pérdida de confianza y falta de liquidez.

Fraude es la mejor palabra para calificarlo, pero no siempre existe el mismo nivel de desfachatez. En algunos casos, simplemente existe un grupo más o menos numeroso de desalmados que se queda con una parte de los fondos y procura ponerlos a buen recaudo antes del desastre final. Otros, en cambio, se ven atrapados en sus compromisos, gestionan mal o con excesivo riesgo las inversiones y ponen en marcha el flujo piramidal para sobrevivir, sin haber sido ésa su intención inicial. A la postre, unos y otros engañan a quienes les han confiado su dinero, aunque los hay que acaban tan arruinados como su montaje.

Cada vez que ocurre un fiasco de este tipo surge la tentación de señalar la codicia de quienes han decidido colocar su dinero. Tanto más cuando, como parece ser el caso de Madoff, se trata mayoritariamente de ricos que han obviado la prudencia y optado por la ambición. Pero nada de eso debería hacer olvidar otros detalles y circunstancias concurrentes en la gestación y el desarrollo del truco piramidal.

Uno particularmente relevante es la participación de entidades financieras en la colocación del instrumento inversor. Por lo general, su papel es de mero intermediario comercializador y la letra pequeña de los contratos ya se suele encargar de dejar claro que toda la responsabilidad en materia de riesgo corre a cargo del particular. Pero que ello sea jurídicamente impecable no obsta para tener en cuenta al menos dos realidades: primero, la presunción de que al distribuir, cuando no recomendar el producto a sus clientes, la entidad está de alguna manera avalando su solvencia y su fiabilidad; segundo, que esa intermediación no es gratis, sino retribuida.

Sin duda, la confianza en las entidades colocadoras de Madoff saldrá malparada, al menos durante un tiempo. Es notorio que han demostrado poco o ningún cuidado en seleccionar y evaluar lo que recomiendan a sus clientes, suponiéndoles, como se les supone, capacidad e información superiores a las que tiene a su alcance un particular. Pero quizás valiera la pena que alguno de los variopintos poderes públicos dedicados a estas cuestiones examinara y regulase esa letra pequeña de los contratos, siquiera cuestionando que el inversor acabe perdiendo total o parcialmente un dinero que creía salvaguardado por la confianza depositada en la entidad que sugirió invertirlo aquí y no allá.

Enrique Badía

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